El PSOE –la socialdemocracia en
su conjunto- vive una etapa de profunda confusión. El desafío es definitorio
porque, en el contexto de las lealtades volátiles, ha de reconstruir la
identidad perdida ante dos fuerzas que han corroído su armazón ideológico: el
empuje de los postulados neoliberales y la crisis institucional que atraviesa
España como consecuencia de la depresión económica y del descrédito en que ha sucumbido
la política tradicional.
Sin embargo, nadie puede negar
que sus filas se nutren de corrientes plurales, encarnadas por los tres
candidatos protagónicos que disputan la secretaria general, al punto de que
cada uno de ellos simboliza tres sensibilidades, tres disyuntivas, casi tres
partidos diferentes dentro de unas mismas siglas.
Pedro Sánchez, economista y
sex-symbol, es un neoliberal infiltrado; no de otro modo merece calificarse a
quien proclama que no se precisa más izquierda y, con ello, apuesta implícitamente
por el continuismo. Madina, historiador y víctima de ETA, es la moderación, el
centrista que se ha criado en el aparato y que el aparato, ahora, parece
abandonar a su suerte. Y Pérez-Tapias, decano de la Facultad de Filosofía de
Granada, es la desconocida y minoritaria
voz discordante que, con cierta dosis de realismo, propugna un gran acuerdo
entre todas las organizaciones políticas de izquierda.
Pero el debate interno del PSOE
no puede ni debe ser personalista, sino de proyectos. En la base de los
discursos debería situarse como problema central la necesidad de transformar el
modelo productivo.
De momento no oímos a ninguno de los tres candidatos decir
cómo atajarán el problema del desempleo y el más cruel de la pobreza infantil,
cómo reconstruirán el dañado Estado del Bienestar o cómo combatirán la esclerosis
instalada en la burocracia de la UE.
La razón de esta elocuente
ausencia de discurso alternativo responde a lo que podríamos llamar “la
maldición de la híper-modernidad”: las ideologías colonizadas por las tesis
imperantes del mercado global apenas saben cómo frenar las injusticias en que
esa modernidad monstruosa ha degenerado. Así como los individuos aislados somos
impotentes para enderezar problemas colectivos, los partidos políticos actuales
y los viejos Estados-Nación en los que operan ya no sirven para corregir
problemas sistémicos y universales.
Por tanto, ante el desafío enorme
al que se enfrenta el PSOE sólo una estrategia puede salvarle de ir decayendo hacia
lo puramente testimonial: la renuncia efectiva de quienes ahora están y la
formación de nuevos cuadros que defiendan con convicción la democracia externa
e interna, la honestidad, el equilibrio entre el individualismo vital y el
socialismo productivo y la internacionalización de las soluciones ante los problemas
globales.
¿Difícil? Y tanto. Se trata de un reto descomunal, casi mesiánico,
pero necesario. Absolutamente necesario. Es, de hecho, la obligación de la
nueva izquierda.
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