21/5/11

NETWORK

Soy de los que se incorporaron tarde a internet, en parte porque desconocía su funcionamiento (aún es un gran enigma para mí) y en parte porque soy celoso de mi privacidad. Ahora tengo un router con lucecitas de neón que parpadean, la computadora está siempre encendida emitiendo un susurro parecido al sordo resonar de las fábricas en los turnos de noche y mis artículos también se publican en la red.
Este fin de semana he visto la película "La red social". Ignoro si su director, David Fincher, se ha ajustado a los hechos. Mark Zuckerberg, el fundador protagónico de Facebook, declaró poco después de su estreno que el film le había desagradado por apartarse de la verdad. Sea como fuere, el guión, inspirado en el libro de Ben Mezrich “Multimillonarios por casualidad”, logra tejer una trama cuyo principal significado debe rastrearse a conciencia porque está sutilmente oculto y, a la manera de los paréntesis que se cierran, hay que recordar el principio de la puesta en escena para esclarecer la intensidad del drama personal en que Zuckerberg vive sumido.
Dotado de una inteligencia extraordinaria para la programación informática, Zuckerberg es un resentido si nos atenemos al perfil psicológico que traza Aaron Sorky, autor del guión que Fincher convierte en imágenes, narración y música, es decir, en dramatización. Por tanto, la genialidad de este joven estudiante de Harvard, hoy día bimillonario, proviene de una profunda frustración. Como toda genialidad.
Se abre el primer paréntesis, cuya curva nos adentra despacio en el desván: Zuckerberg, sentado a la mesa de un bar, parlotea con su novia Erica de sus deseos de ser aceptado como miembro de un club exclusivista formado por estudiantes de Harvard. La conversación, poco a poco, discurre hacia su auténtico sentido: Zuckerberg desvela su menosprecio a los estudiantes de otras universidades de menor prestigio que Harvard. Erica lo es. Este insulto lleva a la chica a romper la relación. Aquella noche Zuckerberg la difama en su blog y, pirateando archivos oficiales, crea un sitio-web donde todo el campus universitario puede votar a la estudiante más sexy. Zuckerberg fue sancionado y Erica nunca le perdonó la infamia, pero había nacido Facebook, la red social cuyo valor de mercado supera los mil millones de dólares.
La secuencia que queda dentro del paréntesis es capitalismo en estado puro, un penetrante dibujo de la cultura occidental en que vivimos: jóvenes emprendedores, audaces y sin escrúpulos, tecnología ultramoderna, drogas, sexo, ambición, amistades corrompidas, la “facebookmanía” quintuplicándose, demandas por plagio y estafa contra Zuckerberg; y la mirada compasiva de la abogada que le defiende antes de aconsejarle que desista de acudir a juicio e indemnice a sus ex compañeros de Harvard que le acusan de traición, porque el jurado le condenaría por su soberbia.
Pero ningún paréntesis se cierra sin perder su vector, el leit motiv esencial que le obligó a curvarse desde el principio. En la fría sala de reuniones del bufete donde se ve forzado a revivir su historia, Zuckerberg, a través de la red inmensa que había creado, ruega, exige, espera que Erica acepte su solicitud de amistad virtual. Y no hay respuesta. Y no hay mayor soledad.

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