2/7/14

SINCERICIDIOS

¿Debemos siempre decir la verdad?

La búsqueda de la verdad definía a Sócrates, el precursor de la filosofía como fuente de conocimiento. Pero fue condenado a beber la cicuta. “La verdad os hará libres” proclamaba Jesucristo en la antigua Judea. Pero murió crucificado. Galileo defendía el movimiento del planeta Tierra alrededor del sol. Pero la Santa Inquisición le obligó a retractarse si no quería morir en la hoguera. 

De estos conocidos ejemplos de personajes históricos se extrae una conclusión evidente: la verdad es molesta porque abre heridas en las creencias establecidas. La verdad no sólo es un dardo que se clava en el corazón del poder imperante, sino un empellón en nuestra susceptibilidad -léase vulnerabilidad- como individuos.

Ahora bien: ¿es la verdad un hecho o una conclusión? ¿Es la verdad lo dado, lo pre-existente, o es en cambio la interpretación prejuiciosa que hacemos de lo dado? 

Pongamos un caso típico: un amigo es engañado por su socio. Éste, de carácter taimado y despilfarrador, está a punto de llevar la empresa a la ruina. Falsea las cuentas y se gasta los beneficios en fiestas y lujos, pero como su apariencia es seductora nuestro amigo, el pobre, no se entera de que su confianza está quebrada. ¿Qué hacer? Probablemente nada nos obstaculizaría decirle a nuestro amigo que tome medidas porque su sustento está en juego.

Ahora maticemos el supuesto. Nuestro amigo tiene un socio ejemplar; quien le engaña es su pareja. Nos consta que todas las semanas se cita con otra persona en un hotel a las afueras. Nos consta que nuestro amigo ignora estos encuentros románticos. ¿Qué hacer? ¿Nos entrometemos en la vida sentimental de nuestro amigo y le advertimos de lo que sabemos o guardamos silencio? Se trata de una verdad poderosa que, tal vez por pura casualidad, ahora está en nuestras manos. ¿Cómo callar, si nuestro amigo nos infunde lástima?

En esencia, no hay diferencias entre ambas situaciones. El engaño es engaño sea cual sea su disfraz y sea cual sea el hecho en que se produce. Sólo nuestro prejuicio distorsiona esa esencia simétrica. 

Entonces, la única solución es considerar previamente lo que nos gustaría que nos dijesen si ese amigo ficticio fuésemos en realidad nosotros. Lo cual nos arroja de bruces al principio: ¿preferimos la verdad, por dura que sea, o la ficción sospechosa aunque acomodada?

Resolvamos la duda: la verdad presupone la capacidad de escuchar y la autocrítica. La verdad implica desechar las ideologías fundamentalistas y las fantasías neuróticas y centrarse en lo real; despegarnos de la oratoria hueca o demagógica y, como contrapartida, observar el resultado de las conductas. Tal vez, al desvelar la verdad, descubramos una verdad mayor: nuestro amigo también roba y engaña a su partener.   

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