30/5/11

HOMBRE ALINEADO, SOCIEDAD ENFERMA (II)

No hace mucho, citar a Marx parecía políticamente incorrecto o esperpento de viejas añoranzas idealistas, cuando no ofensiva referencia al ideólogo de los regímenes pro-soviéticos. Pero el hecho de que Marx no explicara certeramente el significado de la dictadura del proletariado como propuesta de transición para erradicar la coerción social congénita al capitalismo, o que su implementación haya dado lugar a regímenes políticos capaces de elevar al poder a déspotas y psicópatas, no puede ocultar que estamos en presencia de uno de los pensadores humanistas más preclaros de la historia reciente. Fue Marx el primero en describir las implicaciones del fenómeno de la alienación (también llamado “enajenación”) en tanto que efecto perverso del modelo social y cultural a que da lugar la economía política capitalista.

Es cierto que dicho fenómeno también se produjo en la extinta Unión Soviética y en los países satélites, pues aunque teóricamente garantizaban el abastecimiento alimenticio y educativo a todas las capas de la población lo era a costa de cercenar, manipular y dominar absolutamente –salvo si se trataba de los burócratas- el proceso de individuación a que todo ser humano está expuesto y necesita realizar.

Sin duda, los sistemas democráticos capitalistas permiten un margen más holgado para que este proceso vital, inherente a cada uno de nosotros por el solo hecho de nacer, pueda llevarse a cabo. Pero su consecución tampoco ha sido enteramente feliz en las sociedades democráticas occidentales. De hecho, el fenómeno de la enajenación adquiere en ellas características especiales que ponen en evidencia un punto de partida a mi juicio elemental: la mejora generalizada de la calidad de vida material no nos ha convertido en seres más libres. Con otra forma, con otros rasgos, incluso disimulada bajo un disfraz que causa estragos colectivos y personales, la enajenación sigue presente.

Estar alineado significa no ser uno mismo. Es estar “en lo ajeno”. Es ser lo ajeno. Por tanto, es ser “lo extraño”. Muchos factores nos inciden desde el nacimiento para que esta disociación interior acontezca, seguramente sin darnos cuenta, de un modo inconsciente, pero no por ello menos real. Uno de esos factores está íntimamente relacionado con los estímulos que el sistema capitalista pone a funcionar para que tal disociación de uno mismo no se detenga, generando, entre otros efectos, la pérdida del espíritu crítico. A su vez, dicha pérdida produce como resultado un entramado social empobrecido porque va abandonando los resortes comunitarios y porque camina sin rumbo sobre una estructura económica desgarrante que ofrece aquello que no todos pueden comprar, aunque lo necesiten. Sistema de compraventa-disociación-alienación conforman un triunvirato perverso en los regímenes democráticos capitalistas.

Marx otorgó importancia decisiva al hecho de que lo primero que el sistema capitalista nos impele a vender es nuestra capacidad de trabajo. Pero estamos tan imbuidos de la necesidad de trabajar para procurarnos una vida digna, que hasta el concepto mismo de “trabajo” se ha deformado, puesto del revés.

Trabajar no es lo que hacemos todos los días laborables, con legañas pegadas a los ojos y dando bocanadas y bostezos como pececitos descoloridos recién sacados del aquárium. Trabajar no es cobrar el sueldo a fin de mes. Ni siquiera es precisar de dinero para vivir. Trabajar no es que un compañero o superior jerárquico nos acose impunemente. Trabajar no es poner en riesgo la vida o la salud debido a la carencia de medidas de seguridad. Trabajar no es estar al albur de los resultados empresariales o de la tibieza legislativa de los gobiernos. Trabajar no es ingeniártelas para que el compañero afronte lo que no te da la gana hacer, o lo que no sabes hacer, atribuyéndote ladinamente los méritos de la tarea. Todo esto, queramos aceptarlo o no, es trabajar “en” el sistema capitalista y sometido a sus leyes internas. Surge así la cuestión central que podemos plantearnos, aunque por el momento la dejemos en el plano de las utopías: ¿cómo sería trabajar “fuera” de ese sistema y liberado de sus leyes draconianas? Más aún: en su esencia, ¿qué es trabajar?

La respuesta a esta pregunta básica nos la brinda el psiconalista Eric Fromm, precursor de la llamada “psicología social” y uno de los pensadores humanistas más pulcros del siglo XX. Fromm, fallecido en 1980, de formación judía pero decididamente no-creyente en ninguna divinidad alentadora del universo y de nuestras vidas, tuvo la originalidad de combinar la ciencia del psicoanálisis freudiano, en cuanto abordaje de la enfermedad mental, con los postulados dialécticos marxistas como método de observar la realidad y extraer de ella interpretaciones.

¿Psicoanálisis y marxismo? ¿No son acaso dos fuentes del conocimiento que se repelen? ¿Acaso no es el psicoanálisis un producto cultural típicamente burgués? ¿No era la burguesía el enemigo de todo marxista? ¿Cómo pueden conciliarse ambos extremos? Sin embargo, en la obra ingente de Fromm hallaron su punto de unión más aproximado. Sin duda hubo de influirle el hecho de que, perseguido por el nazismo, tuviera que exiliarse a los EE.UU, donde estudió de cerca las consecuencias fatales del modo de vivir que se desarrolla en las democracias capitalistas una vez que las personas son captadas por los requerimientos de su sistema económico.

Una idea anima constantemente la obra de Fromm: el ser humano es la única criatura del planeta que se escinde de la naturaleza, adquiriendo conciencia tarde o temprano de esta escisión y estando abocada a producir cultura para poder sobrevivir en ella. Aunque el hombre no puede prescindir de la naturaleza, se ve compelido a trascenderla (a transformarla, a adaptarla) si quiere sobrevivir. El instrumento inherente a la condición humana, mediante el cual el hombre se relaciona consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza es el trabajo productivo. La condición del hombre no es la pereza. El hombre perezoso, o muere de inanición, o se convierte en un parásito de los demás. Hombres y mujeres necesitamos producir. Necesitamos procurarnos alimento que atenúe el hambre, y luchar contra el riesgo a la enfermedad que proviene del medio natural en el que vivimos. Necesitamos, además, producir bienes espirituales, como el arte. Sólo en la medida en que cada ser humano pueda producir de acuerdo a sus posibilidades e inclinaciones cabrá hablar de hombres y mujeres íntegros capaces de acercarse a su plenitud. Capaces, en suma, de “humanizarse”. La noción de trabajo productivo es, por ello, mucho más amplia y enriquecedora: nos conecta con nuestro verdadero ser. Nos conecta con nuestra responsabilidad. Y al hacerlo, nos hace más libres.

El sentido de pertenencia (que no de propiedad) del hombre con respecto a lo que produce (es decir, con respecto al fruto de la habilidad de sus manos o de su intelecto), es primordial para que esta integridad pueda aparecer y desenvolverse sin mayores obstáculos que los lógicos de todo aprendizaje.

No obstante el capitalismo, al igual que cualquier otra forma imaginable de dominación o explotación, rompe este delicado lazo entre el ser humano y su trabajo productivo. Y lo hace introduciendo en las relaciones sociales el factor disociativo de la ajeneidad: no trabajamos para nosotros mismos y los demás de acuerdo con nuestras vocaciones o propensiones, sino que las circunstancias impuestas por el solo hecho de nacer en el seno de las democracias capitalistas obliga a que el hombre medio haya de trabajar por fuerza para otro hombre, que se apropia del fruto del trabajo para devolverlo reconvertido en salario, siempre insuficiente y nunca duradero.

En este sentido el trabajo, tal y como se muestra y se exige en el régimen capitalista, sufre una crisis de desnaturalización: deja de ser el principal instrumento de autorrealización personal, abandona esta función elemental y aparece como una mera dulcificación de la servidumbre y la esclavitud, que asumimos como parte insoslayable de nosotros mismos porque resulta ya inconcebible otro modo diferente de vivir.

Tal vez alguien pueda oponer a la tesis de Fromm que la democracia occidental permite un margen de decisión individual: si lo deseamos, podemos convertirnos en trabajadores autónomos, renunciando así al sistema de trabajo basado en la ajeneidad. Pero pregunto: ¿es esto realmente cierto en términos generales? Porque, a mi juicio, basta un simple vistazo a la realidad de nuestro tiempo –consecuencia de la implantación del capitalismo como único modo de vida- para ratificar las conclusiones de Fromm. Como regla, el trabajador autónomo, que en verdad es un pequeño empresario, se halla tan expuesto como el trabajador por cuenta ajena al rigor derivado de la concentración de capitales y de las fuentes de riqueza en unas pocas manos.

De hecho, la desregulación (estrategia del capitalismo para afianzarse y eliminar fronteras mercantiles sin perder un ápice de su poder mediante la supresión progresiva de la negociación colectiva), no sólo ataca al trabajador en el sentido más estricto del término; se ceba también con los pequeños productores, a los que asfixia hasta hacerlos desaparecer como potenciales competidores. Y muchas empresas de mayor tamaño que deciden reducir costes por razones estratégicas o coyunturales proponen a parte de su plantilla la conversión en trabajadores autónomos, como ha ocurrido en el sector de los transportistas, con el efecto de que quienes aceptan ya no pueden invocar el Convenio Colectivo en defensa de sus derechos laborales, pues la relación jurídica ha pasado a ser un intercambio entre “iguales” en lo puramente formal, “de empresario a empresario”. Desde entonces, la relación viene regida por el Código Civil y el Código Mercantil, no por el Estatuto de los Trabajadores.

Podemos deducir que para Fromm y otros pensadores humanistas el problema no es de cada ser humano aisladamente considerado. Por el contrario, proviene de la cultura en la que nacemos, consecuencia a su vez del propio ser humano cuando en su vertiente social se entrega a relaciones de poder más o menos encubiertas en lugar de a relaciones de cooperación. En una palabra, como regla se trata de un problema sistémico, no personal. Es una herencia que no hemos podido aceptar a beneficio de inventario y a cuyas condiciones nos hemos plegado desde que nacemos.

¿En qué es visible esta herencia, cómo se manifiesta o nos perjudica? La cultura democrática-capitalista alienta el perfeccionamiento de los individuos y nos proyecta hacia el esfuerzo sin fin dirigido a la competitividad, la cual, muerto dios-padre, se erige en nueva deidad idolatrada en todos los órdenes de la existencia. Desde que nacemos, nuestra familia, el entorno social, la realidad misma, nos obligan a producir no para crear o desenvolvernos espontáneamente, sino para vivir enclaustrados en un sistema que reparte injustamente las posibilidades de trabajo no ya productivo sino como exclusivo medio de subsistencia, precisamente porque desvaloriza las potencialidades creativas de cada cual sometiéndolas a las necesidades de la maquinaria capitalista, no a las personales. Si estas necesidades personales fueran realistas y estuvieran bien encauzadas, redundarían en el bienestar social.

En lugar de implantar resortes adecuados para que cada ser humano pueda sentirse satisfecho de sí mismo según sus inclinaciones, actitudes y aptitudes básicas, fácilmente detectables desde temprana edad en todos nosotros si el sistema educativo pudiera presumir de inculcar valores genuinos, el régimen capitalista extremo ingenia un monstruo invisible, titánico y tirano que aparta al hombre medio durante toda su vida de sus auténticas potencialidades y lo desfigura hasta cosificarlo como un engranaje más de la maquinaria construida para producir bienes y más bienes de consumo, cosas y más cosas que no necesitamos.

Tal efecto, en nuestros días, se ha logrado fácilmente mediante el subterfugio de hacernos creer que este modo de existencia es la única libertad a la que podemos aspirar, garantizada además por leyes y políticas que, promulgadas oficialmente conforme a los procedimientos democráticos, se alejan cada vez más del verdadero sentir democrático: el libre y responsable desenvolvimiento de nuestra personalidad en su vertiente social.

Frente al concepto de integridad personal que propusieron Fromm y otros pensadores humanistas como estrategia de bienestar comunitario, el sistema capitalista, sobre todo en su tercera fase de desarrollo surgida cuando mediaba la década de los setenta del pasado siglo, y expansionada tras la caída del bloque pro-soviético (Hiperconsumismo), ha sabido componer con sutil inteligencia una pantalla traslúcida donde rebotan o se absorben las reivindicaciones legítimas que propugnan la desaparición de las clases sociales o al menos su igualación equilibrada en cuanto a oportunidades de sustento material y espiritual. Me refiero al fenómeno de la integración de la masa trabajadora en el propio sistema. ¿Cómo lo ha conseguido? Desintegrándola. Por paradójico que pueda parecer a simple vista, ésta ha sido la contra-estrategia del capital, dispuesto a optimizar la calidad de vida, pero absolutamente renuente a que este objetivo se logre a cambio de exonerar beneficios lucrativos. En un sistema en que todo está en venta, cada uno de nosotros deja de ser un ser humano y mutamos en oportunidad de negocio. Somos clientes, consumidores, usuarios… Todo lo somos, lo que sea, menos seres humanos.

Una vez más he de subrayarlo: sería de necio negar el progreso en la calidad de vida material alcanzado en las sociedades democráticas de corte occidental tras la II Guerra Mundial. Pero las sociedades próximas al pleno empleo, en lugar aprovechar la riqueza para destinarla a fines comunitarios y propiciar una transformación radical que desemboque en un modelo social fundamentado en el auténtico trabajo productivo, desata la fiebre consumista hasta topar con su crítica caricatura. El trabajador, el hombre y la mujer de clase media de nuestro tiempo, deslumbrados ante lo que pueden comprar en establecimientos mercantiles que ofrecen a un tiempo profusión de ocio, divertimento y consumo, habían creído que disponer de un mayor poder adquisitivo debido a la accesibilidad del crédito era el único sinónimo posible de bienestar. La actual crisis ha demostrado la falacia de esta letal suposición en la que casi todos, de una u otra manera, hemos caído. Ahora pagamos sus consecuencias con el urgente destino de fondos públicos a la refinanciación de la volatilidad provocada por el propio sistema. Fondos que han de recuperarse mediante el alza de los impuestos y el recorte de gastos en políticas sociales o infraestructuras.

La realidad, sin embargo, era otra: el ser humano necesita dos clases de alimentos, el material y el psíquico. Ninguno está garantizado por el estilo de vida capitalista. Ambos, en él, son incertidumbre. Y aunque la vida es en sí incertidumbre, el reproche más atinado que puede hacerse contra las propuestas capitalistas es que, justamente, “vende” lo contrario mediante técnicas psicologizadas puestas al servicio de la publicidad, las relaciones públicas y la propaganda que, a la postre, sólo generan frustración.

¿Cuál es, por tanto, la alienación que vive el hombre medio de nuestros días? El problema reviste su dosis de gravedad, pues el hombre medio se ha quedado sin señas de identidad. Es muy exigente a la hora de reclamar derechos, pero está constantemente irritado porque esos derechos, reconocidos en la ley, se ahogan en el procedimiento previsto para su reclamación, cuya resolución suele venir tardíamente. Es un hombre preocupado por la salud, pero lleva a sus hijos a almorzar a los “Fast-Food”. Enciende el televisor de plasma y se asombra anonadado ante las cifras astronómicas que cobran los deportistas de élite, pero por nada del mundo se perdería el partido del siglo todas las semanas. Es altamente reivindicativo, pero siempre que su protesta, airada, confusa y poco rigurosa, no trascienda de los límites privados. Es un hombre que reclama bienestar social, pero descree de los resortes sociales tradicionales como partidos políticos, asociaciones o sindicatos. Es un hombre seguramente concienciado con la desesperación que todavía hoy azota a países del Tercer Mundo; incluso es posible que sea miembro de una oenegé y que compre manufacturas con el sello de “comercio justo”, pero está enfrentado al compañero de trabajo debido un ascenso alegando, simplemente, razones de oportunidad. Es un hombre que desea por encima de todo un futuro mejor para sus hijos, pero delega enteramente su educación en los profesores, a los que no duda en criticar o golpear si no atienden los caprichos de sus hijos. Es un hombre que cree en el amor y lo necesita, pero está a punto de divorciarse. Es un hombre cada vez más defensor de la democracia, pero reniega de aquellos políticos que no demuestren mano dura con la inmigración. Es un hombre que no cree en dios y tampoco en sí mismo, pero da por sentado que sus derechos han llovido del cielo en lugar de ser fruto de una larga y sangrienta pugna histórica. Es un hombre individualista, pero no es individuo. El hombre de hoy es cualquier cosa, menos un hombre emocionalmente estable. El hombre de hoy, de hecho, es una cosa. En último análisis, la cosificación es la consecuencia directa, aunque velada, del capitalismo extremo. Es, sin duda, nuestra enajenación; la enajenación del aturdido y paradójico hombre moderno. Pues sólo las cosas pueden eludir responsabilidades. El hombre de hoy es, ante todo, un irresponsable. Y la suma creciente de irresponsabilidades nos arroja a la cara el resultado de una sociedad enfermiza, en crisis y agonizante.

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