8/4/14

MI TABLET

Más por veleidad y capricho que por necesidad, hace unas cuantas semanas adquirí una tablet, ya saben, uno de esos dispositivos digitales que uno no sabe muy bien si es un teléfono móvil, un ordenador portátil o un engendro de ambos.

Esperé con firme decisión a las rebajas de enero, ese festín del consumo, porque no estaba dispuesto a rebasar la cifra límite que previamente había acordado con mi almohada tras largas deliberaciones. Aun así el precio me pareció excesivo, por lo que solicité con vergonzosos ruegos, y obtuve amablemente, financiar su adquisición en seis cómodos plazos. En ello estoy: pagando.

La razón por la que hago alusión a mi tablet es porque deseo dejar constancia de la utilidad que me está reportando. En tal sentido, ahora que ya he probado la maquinita puedo afirmar con conocimiento de causa que, en una escala de cero a diez, la puntuó con un nueve altito.

Que nadie piense que hago apología de las tablets ni, en general, de cualquier otro artilugio relacionado con el espectacular avance –y lo que queda por venir- de la tecnología de la información. Conozco a personas que viven tranquilamente sin móviles, mandos a distancia o televisores en tres dimensiones. Cierto que no son muchas, pero alguna hay.

Así pues, no es mi intención incurrir en la necia propaganda. Sólo ofrezco testimonio de que mi tablet es un invento genial. Y no lo digo por su diseño. Su pantalla táctil de nueve pulgadas raspadas apenas merece elogio. De hecho, de tanto pasar los dedos de un lado a otro, y pese a la protección adicional de fino y adherente plástico que hube de colocarle, ha acumulado una ligera capa de grasa que según la perspectiva desde la que mire puede suponer una invitación a replantearme seriamente mis hábitos de higiene.

Tampoco sería justo proclamar que el sonido de mi tablet enerva los sentidos. En absoluto. Para un sibarita de los ruidos, como en tal me tengo, cualquier altavoz que no facilite el embeleso del oyente merece ser calificado de pura bazofia. Más o menos por ahí anda mi tablet en cuanto a servicio de megafonía.

Aquellos que hayan llevado la lectura de este texto hasta el preciso punto en que me hallo, puede preguntarse, con razón, si no será que me han timado o si soy un completo analfabeto funcional en materia de dispositivos digitales. Responderé con orgullo que de todo hay en este huerto sin vallar.

Y añadiré gustoso que la verdadera utilidad de mi tablet emerge de su aparente ineficiencia cuando me encuentro en el hogar. Allí, en la soledad del lecho, en la humeante cocina, en el salón desvanecido por el silencio, mi tablet se conecta automáticamente al wifi (otro día, si fuera menester, explicaré qué es esto) y entonces acontece el milagro de la intercomunicación privada y privatizante, y asciendo feliz a los cielos, porque puedo ver los documentales que más me gustan cuándo y cómo me da la gana. A la carta, como si dijéramos. He aquí el secreto: cada vez somos más libres a la hora de escoger programas de televisión. 

Yeeeeppppaaa.             

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