Más por veleidad y capricho que
por necesidad, hace unas cuantas semanas adquirí una tablet, ya saben, uno de
esos dispositivos digitales que uno no sabe muy bien si es un teléfono móvil,
un ordenador portátil o un engendro de ambos.
Esperé con firme decisión a las
rebajas de enero, ese festín del consumo, porque no estaba dispuesto a rebasar
la cifra límite que previamente había acordado con mi almohada tras largas
deliberaciones. Aun así el precio me pareció excesivo, por lo que solicité con
vergonzosos ruegos, y obtuve amablemente, financiar su adquisición en seis
cómodos plazos. En ello estoy: pagando.
La razón por la que hago alusión
a mi tablet es porque deseo dejar constancia de la utilidad que me está
reportando. En tal sentido, ahora que ya he probado la maquinita puedo afirmar
con conocimiento de causa que, en una escala de cero a diez, la puntuó con un
nueve altito.
Que nadie piense que hago
apología de las tablets ni, en general, de cualquier otro artilugio relacionado
con el espectacular avance –y lo que queda por venir- de la tecnología de la
información. Conozco a personas que viven tranquilamente sin móviles, mandos a
distancia o televisores en tres dimensiones. Cierto que no son muchas, pero
alguna hay.
Así pues, no es mi intención
incurrir en la necia propaganda. Sólo ofrezco testimonio de que mi tablet es un
invento genial. Y no lo digo por su diseño. Su pantalla táctil de nueve
pulgadas raspadas apenas merece elogio. De hecho, de tanto pasar los dedos de un lado a
otro, y pese a la protección adicional de fino y adherente plástico que hube de
colocarle, ha acumulado una ligera capa de grasa que según la perspectiva desde
la que mire puede suponer una invitación a replantearme seriamente mis hábitos
de higiene.
Tampoco sería justo proclamar que
el sonido de mi tablet enerva los sentidos. En absoluto. Para un sibarita de
los ruidos, como en tal me tengo, cualquier altavoz que no facilite el embeleso
del oyente merece ser calificado de pura bazofia. Más o menos por ahí anda mi
tablet en cuanto a servicio de megafonía.
Aquellos que hayan llevado la
lectura de este texto hasta el preciso punto en que me hallo, puede
preguntarse, con razón, si no será que me han timado o si soy un completo
analfabeto funcional en materia de dispositivos digitales. Responderé con
orgullo que de todo hay en este huerto sin vallar.
Y añadiré gustoso que la
verdadera utilidad de mi tablet emerge de su aparente ineficiencia cuando me
encuentro en el hogar. Allí, en la soledad del lecho, en la humeante cocina, en
el salón desvanecido por el silencio, mi tablet se conecta automáticamente al
wifi (otro día, si fuera menester, explicaré qué es esto) y entonces acontece el
milagro de la intercomunicación privada y privatizante, y asciendo feliz a los
cielos, porque puedo ver los documentales que más me gustan cuándo y cómo me da
la gana. A la carta, como si dijéramos. He aquí el secreto: cada vez somos más
libres a la hora de escoger programas de televisión.
Yeeeeppppaaa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario