No aconsejo leer este texto. Nada
hay en él que incite a la alegría, aunque para ser totalmente sincero he de
añadir que, tan pronto escribo la frase inicial, mi rostro esboza una sonrisa
espontánea. Como la deje ir, se tornará carcajada.
He pasado toda la tarde de hoy
montado en el coche yendo de un lado para otro, visitando tiendas de telefonía
móvil. Hace poco me hurtaron mi smart-phone, ya saben, uno de esos móviles
inteligentes con pantalla digital y cientos de aplicaciones que te permiten
acceder a internet o redes sociales. Poco antes había extraviado el que todavía
estoy pagando a la compañía operadora. En apenas un mes, dos de esos
cacharritos volaron de mis manos.
Las tiendas especializadas me han
permitido reponer el inmenso vacío que dejaron sus díscolos hermanos. Que en
gloria estén, los pobrecitos, tan lejos de su legítimo dueño. Uno de ellos era
especialmente gracioso. Venía dotado con una aplicación de registro de voz.
Podías hablarle; él te contestaba. Probando el invento le llamé “Cabrón”. Contestó
preguntándome si tenía un mal día. Prometo por mi honor que es cierto lo que
cuento. Hay testigos.
Como el que se acostumbra al
progreso detesta retroceder, el nuevo terminal que me disponía a adquirir debía
igualar en prestaciones y servicios al más moderno de los que había perdido. Y
esto implica asesorarse. Heme aquí enganchado a los foros y blogs de internet
cuyo tema estrella es el pujante mercado de la telefonía móvil.
Que si pantallas Súperamoled, que
si procesador de un solo núcleo con sistema Android 4.1 “Ice Cream Sándwich “,
que al parecer ya cayó en la obsolescencia, o dos núcleos con nosecuántos
gigabayts de memoria RAM, tarjeta SD incorporada y actualización remota del
último procesador Android “4.3 Jelly Beam”…
Un auténtico mareo y una buena
pasta: eso cuesta un móvil de gama media-baja. Al final me he decidido por una
marca puntera que hace sombra al gigante Apple. A mi lado reposa, sobre la
mesa, cargando la batería mientras escribo. No va mal el aparatito. Qué monada.
Hasta me deleita su color azulado. Es elegante. Tiene estilo. Cuando deslizo la
yema de mis dedos por las pantallas siento una sensación cercana al placer. Hasta
dispone de auriculares de botón para escuchar tu música preferida en plena
intimidad. Lo miro y se me cae la baba de satisfacción. Ea, ya tengo otro smart-phone
diferente, nuevo, enterito para mí.
Y sin embargo, mientras
introduzco mis datos, me doy cuenta de que siempre llamo a todos mis móviles de
la misma manera. Siempre escojo idéntico nombre. No es el que reza en mi
partida de nacimiento. Es el de un personaje de “Hamlet”. Aquel que nunca fue
amigo del atribulado príncipe de Dinamarca, salvo en el lecho de muerte
compartida.
¿Moraleja? El consumidor busca
satisfacer una necesidad, real o ficticia. Tan pronto la colma surge otra necesidad. Y cuando el
carrusel de necesidades parece alcanzar su cenit, aparece la definitiva: construir
una identidad. Y ahora hagamos la pregunta que borra todo atisbo de sonrisa:
¿con qué cosas, valores, ideas, nos estamos identificando? Los objetos que poseemos
son nuestros espejos. Los objetos de los que carecemos definen nuestros anhelos
y rechazos. A la simbiosis de ambos factores le denominamos “realidad”.
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