La historia demuestra una pugna feroz entre la servidumbre y
el trabajo dignificante, entre la propiedad privada y los derechos compartidos,
y entre los intereses del poder y el interés de la comunidad.
La "democracia social" supuso el débil intento de
poner fin a esta rémora histórica, pero se ha impuesto otro modelo de
relaciones económicas y sociales (en suma, un modelo cultural) menos
humanizante, porque se basa en que la libertad es objeto de tutela con mayor
rigor y eficacia respecto de las ficciones jurídicas, esto es, las llamadas "corporaciones”,
ya sean de naturaleza económica, política o híbrida. Como consecuencia directa los
derechos de las personas de carne y hueso, especialmente en el ámbito laboral,
sufren un proceso de creciente deterioro.
En este contexto de neoliberalismo puro y duro, los
instrumentos de intervención "en" la economía no sólo se reducen,
sino que se pervierten. Responde a esta estrategia la des-regularización de
derechos sociales (por ejemplo, la descabellada propuesta del Banco de España de
establecer salarios por debajo del umbral mínimo interprofesional).
También
responde a esta estrategia el manejo de la política fiscal y monetaria con
fines de favorecer al gran capital y desnutrir al Estado (ambas políticas deberían
servir para redistribuir la riqueza, asegurar servicios públicos y cohesionar
el sustrato social).
Por tanto, lo único que percibimos los integrantes de la
clase media-trabajadora es que nuestros impuestos crecen y seguirán creciendo, y
nuestros ingresos decrecerán y seguirán decreciendo, pero no para invertir en
un mejor Estado sino para pagar la deuda descomunal que el propio Estado ha
creado con sus políticas.
Resulta un
sarcasmo que a esta situación la llamemos "Democracia
avanzada". (Habrá que recordar, con mucho pesar, que dicha expresión tan
feliz es la proclamada por el Preámbulo de nuestra Constitución. Pobre ser
humano: nunca su acción está a la altura de su retórica.)
Convengamos que si queremos hablar de avances es
imprescindible referirse al factor “velocidad”. Observemos, entonces, que la
diferencia básica entre la política -tan aferrada a las sedes burocratizadas y
al juego sucio- y el mercado –no menos embarrado, pero sí más flexible, nómada
y disuelto en el ambiente-, radica en que éste se mueve mucho más rápido que aquélla.
Tanta es su rapidez, que el efecto letal que provoca no es el de adaptarse a
los tiempos, como muchas voces autorizadas describen erróneamente, sino adaptar
los tiempos a sus insaciables exigencias.
Esta poderosa capacidad de regir los destinos ajenos (=sociales)
para justificar y preservar el destino particular, implica una estrategia exitosa
y muy ladina: infiltración en las venas de las instituciones democráticas que
fueron concebidas para establecer límites al egoísmo humano.
¿Conclusión? En el fondo, el mercado descree de la democracia
pues ya no la necesita. En su fase actual, que es menos crepuscular que antaño y,
por ende, más peligrosa, ya sólo cree en sí mismo. Tal es su megalomanía, que el
resto del planeta le importa sólo en la medida del provecho lucrativo que puede
obtener mediante su explotación más o menos encubierta.
Dicho cuanto precede, me voy a la cama. Soñaré que soy esclavo. Esta será mi pesadilla. Si lo desean, pueden compartirla. Es gratis.
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