En el año 1979 sucedieron muchas
cosas, pero hubo dos hechos culturales de notable importancia que, en
apariencia, estaban desconectados entre sí. Hago mención a la primera edición
del libro “El drama del niño dotado”, de la psicóloga suiza Alice Miller, ya
fallecida, y a la grabación de “El Muro”, tal vez el trabajo cenital del grupo
de rock sinfónico Pink Floyd.
Miller, en su juventud, empezó
como psicoanalista freudiana, pero más tarde criticó con dureza al precursor de
la psiquiatría moderna. Puso el énfasis en que las raíces de la violencia, la
depresión, el narcisismo, el egoísmo y las adicciones pueden y deben encontrarse
en la educación (=tutela) recibida cuando éramos niños.
En toda su obra se acentúa el
papel esencial desempeñado por los progenitores. Pero lo cierto es que su demoledor
mensaje, en línea con otros psicólogos que superaron a Freud, trasciende del
ámbito doméstico para alcanzar de lleno a la sociedad entera, de la que la
familia no es más que una especie de agencia de sus valores, prerrogativas y
prejuicios.
Según Miller, coexistimos atrapados
en todo un sistema de “pedagogía negra” transmitido de generación en generación
al servicio de que ninguno de nosotros encuentre con facilidad nuestro
“verdadero yo”, esto es, el acceso a las necesidades reales y sentimientos
auténticos. Y sentencia: “Todo ser humano tiene en su interior un cuartito, más
o menos oculto a su mirada, en el que guarda las tramoyas del drama de su
infancia.”
¿Qué relación guardan las
investigaciones de Alice Miller sobre maltrato infantil con “El Muro”, de Pink
Floyd? La primera vez que oí esta maravilla musical fue al visionar la película
que, basada en el álbum del grupo de rock británico, se estrenó en 1982 rodeada
del mayor escándalo. Pero tenía yo 17 años y la cautivación que me suscitaron
las melodías y las imágenes apenas traspasó el grueso velo que el diletantismo teje
ante nuestros ojos con la más sutil de las tiranías.
Décadas después cayó en mis manos
“El drama del niño dotado” y sólo entonces pude comprender (captar) el vínculo que
anuda la tortuosa vida del protagonista de “El Muro” con un hecho trágico que ya
no admite discusión: basta una situación temprana de carencia afectiva para que
nuestra genuina identidad sufra una desviación peligrosa y, en consecuencia,
seamos incapaces no ya de sentir empatía por los demás, sino de conocernos,
amarnos y respetarnos a nosotros mismos tal cual somos.
Esas raíces quebradas reciben un
nombre fantasmagórico heredado del léxico freudiano: neurosis. Probablemente, el
término no expresa su significado más profundo, pues describe una enfermedad
fisiológica cuando en realidad pretende aludir a conductas asociales, manipuladoras,
irresponsables, obsesivas, egolátricas o maltratadoras. En suma, enajenadas.
Esas raíces crecen en el inconsciente, cuyo primer y más hondo eslabón es la
infancia.
Desconocemos si Miller murió haciendo
las paces con su niñez. Algunas voces, quizá con motivo, la tacharon de
reduccionista y resabiada por pervertir el cuarto mandamiento. Pero los muros
existen. Son invisibles porque carecen de ladrillos. El material que los forja,
desde que somos pequeños, son las emociones. Y en razón de ellas todos somos,
al menos un poquito, niños dotados.
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