Cae
sobre mi frente, madre, el quebranto hermoso de tu voz cuando cantabas. Las
coplas no eran relatos de amor en tu garganta, sino impacto, el misterioso
embrujo con que los seres humanos transformamos en belleza el dolor padecido.
Una simbiosis que diluye los límites entre la razón y el sentimiento. ¿Locura o
necesidad?
Dejabas
esa voz por el aire quieto del estío, en aquel patio de paredes frías y desconchadas
donde crecimos mi hermana y yo. Eran otros tiempos, madre. Los ladrones de
guante blanco estaban más escondidos. Ahora muestran ufanos sus vergüenzas.
¿Eran
de verdad otros tiempos o son los mismos de siempre? Dímelo tú, te lo ruego. La
memoria histórica no me da para tanto. Coméntale a tu compañero de décadas, mi
padre, las sospechas que abrigo. A vosotros entrego mi confianza: nunca pasé
hambre, nunca nos faltó agua.
Nos
han robado a todos, madre. La honradez de la que hablabais fue un pertinente
consejo y en la dura adaptación a su reverso traigo conmigo aquello que me enseñasteis,
y ahora he aprendido: la honradez no crece en la naturaleza, sino que es fruto
cultural, obra esencial de la criatura humana. Es ante todo respeto por uno
mismo. Debe transmitirse de generación en generación, haciendo lo posible para
que no se pervierta.
Madre,
a veces el recuerdo de tu voz entregada a las melodías regresa mis adentros a
la infancia. Veo entonces al niño que desde muy pronto fue captado por el arte.
Vaya chapú. Un chapú enorme, te lo juro por san Judas Tadeo, tu santo propicio.
Porque esta es la cuestión: ¿de qué pasta está hecha la endiablada necesidad de
transfigurar la realidad y anhelar otra distinta? Tú, que portas lo artístico en
las venas, ¿sabrías explicarlo?
El
poeta que te prestaba sus versos para que los cantaras, ponía en tus labios su
alegría, su sufrimiento, sus incertidumbres. Su ser entero. Y tu voz ascendía a
las rimas, las elevaba como un viento más allá de su penar hasta alcanzar el
espacio tan profundo, tan extraño, al que jamás llegan por sí solas las
palabras. Desgarro. Consuelo. Pasión. Vida.
Quizás
ahí hallemos el auténtico milagro del arte, de nuestra existencia humana: dos
voces desconocidas, una escrita en silencio, la otra cantada, se funden, se
confunden, no se invaden, no se pierden, se nutren de emociones evitando dañarse
en el intento de amar y sobrevivir. ¿Acaso no deberíamos hacer algo remotamente
parecido, de vez en cuando, en la vida cotidiana?
Tomemos
el aliento que a los cuerpos aleja de los precipicios. No hay acto mágico que
proporcione sentido al hecho de estar aquí, respirando entre semejantes tan
distantes. Pero sin el encantamiento del verso, del acorde o del lienzo somos
menos que piedras.
Tu
legado, madre. Hora es de reconocértelo. Olvidé los rezos, rechacé postrarme de
rodillas ante las efigies torturadas. Descreo de los ídolos omnipotentes. Todos,
incluso los de carne y hueso, son invenciones de nuestro miedo y pequeñez. Pero
no seré yo quien derribe los templos, ni al árbol despoje de su ramaje, porque
creo en el ser humano aunque cueste tanto perseverar en esta creencia dramática
que deposito en los no-dioses.
Tal vez por eso comprendo ahora, como nunca en
mi vida, que fuiste niña antes que madre. Una niña única. Una madre única. En
lo que concierne a mi origen, no puedo pedir más. No quiero.
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