Extraña es la vida: esta es la
esencia. Comprender que somos extraños para nosotros mismos y para los otros,
esas existencias ajenas, únicas, irrepetibles, que no te pertenecen.
El alivio ante tanta extraña sólo
puede venir de un lado: cada uno hacerse individuo capaz de la unión, de estar
con los demás y con uno mismo. La vida fracasa porque buscamos medicinas
erróneas. Es preciso dar y respetar, todo lo contrario del egotismo. Es preciso
conocernos y conocer, todo lo contrario de la ignorancia y el prejuicio.
Antes me ponía sumamente nervioso
al reflexionar sobre estos asuntos. Ahora escribo porque lo necesito. Y lo
necesito porque no siempre hay más sinceridad en el silencio. Uno se asoma al
público y comprueba que el límite excluyente es tratar de no herir a nadie.
Defenderme si me hieren. Tomar cada vez más en serio las emociones. Aprender
que toda moral proviene de la soledad absoluta. Dios ya no existe. Lo hemos
asesinado entre todos: los ateos porque a fuerza de indagar un sentido nos
hicimos homocéntricos, y los creyentes porque, en nombre del pantocrátor severo,
elevaron los dogmas a la categoría de ley fustigadora. Así pues, todos
deicidas. Todos perdidos en la existencia.
Extraña es la vida, pero es mi
vida. Marchará algún día para no volver jamás, y yo con ella. Es una formidable
jodienda que, contra tu voluntad, te quedes sin lo único que tienes. Morir no
es una opción. Es (terrible paradoja) la certidumbre incierta. A menos que
decidas poner fin tú mismo al tiempo que se te ha asignado, cuya medida ignoras.
La desesperación, el dolor sin lenitivo, provocan la muerte aunque permanezcas
vivo.
Extraña es la vida. Algún día has de nacer de nuevo, lo que implica haber
desaparecido, ser ahora un no-ser en comparación con quien eras y adaptarte a
un mundo que no renuncia a la hostilidad cultural, en el que incluso el hogar
tiene un precio. Dinero, intereses y respirar cada día: mortífera aleación. Así
pues, ¿qué espacio reservamos para el amor, qué le exigimos? Resulta fácil
enamorarse. Lo arduo es la constancia, aceptar, perseverar, no volverse loco, sustraerse
al deseo de novedad.
Extraña es la vida. Es condición
previa de la libertad. Pero se inició sin que nadie nos pidiera permiso ¿Alguien
se lo pidió a nuestros progenitores? Era y es imposible este acto de libertad
radical. La vida no la imploraste, ni tenías posibilidad de rechazarla: te fue dada
por otros seres humanos. Hijos de ellos somos, no de espíritus santos.
Podríamos remontarnos al infinito y seguir empeñados en no afrontar el vértigo:
venimos del agua turbulenta, como el resto de los animales. Difícil pedir más: la vida has
de construirla, hacerla un poco sólida, si te dejas, si te dejan.
Entonces, la libertad ¿qué es?
¿Tal vez soy libre para soportar la injusticia que se ceba conmigo, con los
demás? ¿Tan escasas son nuestras posibilidades de elegir, de actuar? Son menos
de las que presumimos, pero aun así suman más de diez. Sin embargo, no hay
libertad sin responsabilidad. Concebirla de otro modo nos conduce directos a la
falsificación, a la parodia, a la egolatría. Y el ego es feo, inmaduro. Fruta
colmada de acidez, amarga al paladar.
¿Cómo desprendernos del ego?
¿Podemos? ¿Queremos? ¿Qué hay tras la máscara? “Querer” y “Poder” conforman
nuestros impulsos existenciales. Pero en realidad el dueto aparente esconde un
triunvirato, una trinidad, pues falta “Cuidar”. Habría que tatuarse en el
corazón este emblema: Como no cuidé, ahora que quiero no puedo.
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