2/4/13

LA TEORÍA DEL CÍRCULO


Algo bonito tiene el círculo. Es tan perfecto. Nada le sale, tampoco le entra. Su frontera, su delimitación, además de precisa, como sucede en toda frontera, añade la evocadora sensualidad de la curvatura.

Por eso los rostros femeninos con pómulos pronunciados son tan hermosos. Por eso tantos hombres se machacan en el gimnasio: la fuerza física es circular, sirve para protegerse y, a la vez, ser bravío, indemne al dolor. Tal y como hace nuestro querido círculo.

De hecho, ¿hemos reparado en que los músculos principales, cuando se endurecen tras someterlos a entrenamiento disciplinado, adquieren formas curvas? La naturaleza no engaña: el círculo es por excelencia la figura geométrica que más propende hacia la magia

Pero hay truco en la belleza estática (y extática) del círculo. Hay trampa. Tanta autosuficiencia le conduce directamente a encerrarse en sí mismo. A aislarse. Se pierde conocer al cuadrado, con sus cuatro esquinitas para jugar. Al triángulo, el otro gran hechicero, con sus hipotenusas y teoremas misteriosos. A la elipse, tan etérea,  dehiscente y plena de incandescencia. Y no digamos al dodecaedro, laberinto de aristas y rostros poliédricos, cambiantes, que para el círculo resulta tan atractivo y angustiante al propio tiempo, porque representa lo que él abomina: relieve, tridimensión, multitud de fronteras que pugnan entre sí por invadir el espacio en que subsisten.

El círculo es el uno (1) por antonomasia. Pero de ser “uno” a creerse “el único” hay escaso trecho. Esta confusión se da en el círculo. No quiere expandirse, pero tampoco tolera otras formas a su alrededor, encima o debajo. Anhela todo el espacio para él. Su deseo es apropiárselo, aunque lo desaproveche, para proporcionarle quietud.

Si bien se mira, tal es la paradójica debilidad del círculo: él mismo construye su trampa letal. Quiere que la nada no sea nada. Infundirle vida. Crear presencia desde el cero. Así, se afana en ocuparla, singularizándola en la negrura que provoca la ausencia de figuras, que tanto aturde por ser vacío iconoclasta y requerir dotación de sentido.

Pero una vez acabada esta descomunal tarea, el círculo se detiene en su punto de partida. Siempre regresa al momento germinal. Trayectoria y meta, principio y final, se funden, confunden, son la misma cosa.
La teoría del círculo no se agota aquí. Cuando se halla en estado embrionario (solitario: sin otros círculos -concéntricos o no- fuera y dentro de sí) representa el equilibrio. La redondez ermitaña, ascética, inmanente, carece de recovecos, de escondrijos, de meandros. Es la suavidad de la suavidad. Es la tersura.

No obstante, cuando muchos círculos asaltan a la vez el espacio y/o el mismo punto concéntrico, y se entrelazan, y se irrumpen y violentan (desastre que sucede a menudo), la imagen que nos impacta en la mente es la del vértigo, el movimiento inestable, el pensamiento absurdo, caótico y sin salida. El trazado y dibujo de la locura.

Cuidado, pues, con los círculos. Toda precaución es poca. Los círculos tienden invisibles celadas al razonamiento. Clausuran las emociones. Son como agujeros insondables de lo bello que atrapan al incauto. Son las sirenas de la geometría, con sus cánticos evanescentes que atraen al precipicio cuando te sientes perdido. Para colmo, los recursos de que disponemos contra ellos son manifiestamente insuficientes. ¿Cómo iban a sobrar las herramientas que tenemos a mano, si nuestras cabezas son, por lo general, redondas?             
   



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