27/3/13

PERSIGUIENDO ANHELOS



La clase media, esencialmente trabajadora, debe aprender que el sistema no la cuida y, a la par, que también ella ha descuidado los valores democráticos que la sustentan. Que no era cuestión de anhelar lujos, sino de vivir sin empobrecerse y sin que te empobrezcan a la fuerza.

Ahora, en pleno siglo XXI, de repente están quebradas las esperanzas en un mundo más justo y solidario, libre de estafas, y se une a esta desazón otra preocupante inquietud: aún no estamos lo suficientemente prevenidos ante el carácter egoísta del dinero, siendo, como es, el factor que nos conduce directamente a 
perpetrar graves desastres sociales.
El dinero desnaturaliza y pervierte todo sistema moral, si está mal repartido. Si privamos de dinero a una masa creciente de personas, no le privamos sólo de las posibilidades de crecer y desarrollarse. Nuestra escala de valores, tan materialista, tan mercantilista, también nos obliga a privarles de dignidad, pues han de mendigar o robar para obtener alimentos.

El dinero nos humilla. Es su cualidad más mezquina. Y así, o desaparece como medio de intercambio y patrón de medida de las cosas (¿Utopía? Me temo que no: la austeridad combate la abundancia de dinero en la clase media), o la política debe hacer cuanto está en su mano para limitar la avaricia del verdadero cuarto poder, el del dinero, el más peligroso por su invisibilidad, capacidad de seducción y extra-territorialidad.

Montesquieu, uno de los filósofos que inventaron la democracia moderna, nos legó allá por el siglo XVIII la doctrina de la separación de poderes. La soberanía no emanaba de dios, ni de reyes, sino del pueblo. A fin de garantizar la convivencia, el poder no podía concentrarse en manos exclusivas y excluyentes, porque la acaparación había conducido al despotismo, a los absolutismos. La facultad de hacer la ley, de interpretarla y de ejecutarla, todo en nombre del pueblo, debía escindirse en tres instancias conectadas, pero diferenciadas entre sí. Y surgió la santa trinidad democrática: Parlamento, Jueces y Gobierno, desplazando a la del Padre, el Hijo y el Santo Espectro.

Sin embargo, ni Montesquieu ni los demás filósofos de la Ilustración, debido a comprensibles razones históricas e ideológicas, advirtieron que su planteamiento, siendo, como era, un paso decisivo en pos de la modernidad humana, adolecía de un defecto capital: el capitalismo no fue considerado el otro poder del que el pueblo debía recelar. 

La burguesía había pujado duro para instaurar un nuevo régimen político, pero únicamente tras el crack de 1929, y sobrevenir una guerra espantosa, se percató de que la pobreza del proletariado significaba perpetuar el desastre. Entonces, el llamado “Estado Social”, adoptado por los herederos de Marx como fórmula conciliadora entre los intereses del capital y los del pueblo, fue llevado a las Constituciones de la segunda mitad del Siglo XX, incluida la española de 1978.

En nuestros días asistimos a su implacable desmantelamiento. El derrumbe genera no ya un retroceso cultural, sino la necesidad de volver a creer en la democracia. En realidad, es la necesidad imperiosa de crearla, de implementarla en lo real. Visto lo visto, no deberíamos perseguir otro anhelo.    
  

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