¿Nos hemos parado a preguntarnos
cuánta tristeza, sufrimiento, indignación y rabia nos estás causando la deriva
que ha tomado el modelo de sociedad occidental?
Una cosa es que la democracia liberal, basada en el capitalismo más
recalcitrante, haya tomado la delantera a las posiciones socialdemócratas y
éstas prácticamente carezcan de oxígeno, y otra muy distinta el que tal
situación haya de permanecer así para siempre. Para siempre no hay nada. Los
políticos que no se retiraron a tiempo lo saben (o deberían saberlo) muy bien.
Aunque por poco margen, Merkel ha
perdido las elecciones en Baja-Sajonia, su feudo. Mal augurio para esta nueva
“Dama de Hierro” de cara a las elecciones generales alemanas del próximo otoño.
Porque es cierto: en este mundo globalizado ciertas naciones pesan mucho más
que otras. De las inclinaciones del electorado teutón depende, en buena parte,
nuestro futuro.
El concepto de soberanía (es
decir, del origen del poder político) ha sufrido una transformación radical
debido a dos factores propios de nuestro tiempo: la ya mencionada globalización
(contemplación del mundo como un gran zoco; el hiper-mercado galáctico en la
Tierra) y la llamada “Construcción Europea” (proceso iniciado tras la IIGM,
cuya finalidad es la unión política de las naciones europeas).
Ambos factores implican ceder
(erosionar) numerosos ámbitos pertenecientes a la soberanía original de cada
país. La globalización, por ejemplo, exige que las relaciones laborales se
des-regulen en perjuicio del trabajador.
Esa des-regulación se hace, por
fuerza, mediante una ley formalmente soberana -emanada de los órganos legislativos
nacionales elegidos en convocatoria electoral interna-, pero su contenido viene
dictado desde afuera. Si la ley promulgada fuera para progresar, incluso con
sacrificios, no habría queja. El problema reside en que para nada es así: las
nuevas leyes nos han perjudicado, nos obligan a un retroceso de décadas.
Por su lado, Europa está
construyéndose lentamente. Esta crisis nos tomó a los europeos en pleno proceso
inacabado de reforma de las instituciones de la Unión Europea. Más aún: esta
crisis ha demostrado la debilidad de las instituciones vigentes. La deficiente
operativa del Banco Central Europeo, su entreguismo a los intereses del
Bundesbank, es un ejemplo sintomático.
Así pues, una conclusión se
impone: no habrá impulso decisivo para Europa mientras los ciudadanos que
vivimos en este continente no podamos elegir a nuestro gobierno europeo, que,
hoy por hoy, no existe como tal.
Para recuperar la ilusión en una Europa capaz
de reinventarse y profundizar en valores netamente democráticos será preciso
que, tarde o temprano, los europeos podamos designar directamente, a través de
procedimientos electorales libres, a quien debe decidir el rumbo de
la “comunidad” europea. Nos no equivoquemos de ruta: lo que necesitamos es más
democracia.
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