Está la realidad que proviene de
la naturaleza y de nuestra evolución dentro ella como especie. Una especie
animal muy singular (lo he dicho bien: animal), porque hemos transitado, aunque
menos de lo que parece, desde la existencia por instinto a su combinación con
el pensamiento, con la conciencia de “estar vivo”.
Y está esa otra realidad
diferente, precisamente la creada por el pensamiento, las ideologías, y las
acciones y omisiones que nacen de tales factores. Y ahí, el ser humano, y en particular
el “homo-políticus”, es un desastre absoluto.
Podríamos citar tantos ejemplos,
que es mejor quedarse con lo llamativo. Aludamos al caso de los ERE en
Andalucía, en el que dinero público destinado a políticas de empleo se han
evaporado y ningún alto cargo está dimitido por propia voluntad, sino forzado por las imputaciones judiciales.
O aludamos al asunto, más
reciente, del señor Bárcenas, extesorero del PP que aún mantiene su despacho en
la sede de calle Génova. Le descubren veinte millones de euros en cuentas
bancarias radicadas en Suiza, un dineral de presunta procedencia delictiva, y
el partido en el Gobierno despacha el asunto, no ya con una Comisión de
Investigación que a ningún resultado veraz conduce, como sucedió en el citado
affaire andaluz, sino con un “no darse por aludido", con un “es cuestión ajena y que cada palo aguante su vela”. Hacerse el suizo, si me permiten la triste
broma.
¿Y qué podemos decir de Unión
Democrática de Cataluña, cuyos dirigentes han solventado un escándalo de
corrupción sin condena penal debido a que la investigación duró dos décadas, lo
que abocó a un juicio tardío, es decir, ineficaz?
No es carecer de ética. Ni
siquiera es cinismo. Es peor. Es la resultante de su aleación perversa.
Los partidos políticos, en cuanto entidades diferenciadas de sus miembros, y aunque
la Constitución los haya configurado piezas esenciales del sistema, gozan de un
espacio de impunidad intolerable en un estado democrático a la altura de los
tiempos. Si el análisis racional no me engaña, habrá que concluir que o bien
fallan los partidos, o bien falla el sistema que les considera tan elementales
para la convivencia pacífica.
Un sistema político democrático
debe proteger según los cánones de la existencia humana. Los parámetros de
subsistencia personal, de vida digna, sólo se predican de las personas físicas,
de los entes respirantes como usted y como yo, porque no somos creación alguna
de ningún legislador, no somos una ficción jurídica, sino fruto vivo de esa
evolución tan trasegada en la que todos estamos inmersos desde siempre. Esos
parámetros en modo alguno son atribuibles a los entes cuyo funcionamiento se
debe al artificio de la ley.
Un sistema que enfatiza la
ficción jurídica antes que al ser humano concreto y, en consecuencia, acaba
protegiendo a los partidos políticos hasta los extremos que venimos comprobando
hace mucho, pero con más crudeza desde que estalló la actual crisis financiera,
es, por más justificaciones que queramos encontrar, un sistema fallido.
No se trata de someter el debate
político y la ejecutoria de los partidos a una ley de nuevo cuño tan rígida,
que al final linde con lo inconstitucional. Pero habría que ir pensando en una
reforma de la Ley Orgánica de Partidos Políticos. Su finalidad sería impelerles,
no ya al funcionamiento interno democrático, sino a la honestidad, a la
limpieza. Tal y como pretende el sistema que seamos todos. Este panorama hediondo
no puede seguir así. La pobreza y la indignación crecientes de los que
necesitan respirar no lo tolerarán.
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