Las
crisis también tienen su imaginario, sus pócimas secretas, sus trasfondos argumentativos.
Entre otros arcanos, hemos invocado a los emprendedores como instrumento para
salir de la que venimos arrastrando desde septiembre de 2007. En realidad, ¿a
qué o quienes estamos aludiendo?
Tal vez
hagamos referencia al trabajador autónomo con un pequeño establecimiento que a
duras penas soporta la competencia de las grandes superficies. O a aquellos que
unen con maestría el ánimo de lucro con la implantación de tecnologías
eficientes y legislación laboral hiper-flexible, para que los costes de
producción resulten más competitivos en la economía financiera globalizada.
Incluso es probable que la costumbre de la corrupción nos fuerce a reservar el
término <emprendedor> al político que, luego de privatizar servicios
públicos, ficha con un sueldo astronómico por la empresa que milagrosamente
ganó el concurso para prestarlos.
La
realidad es mucho más simple y compleja. Más paradójica. Porque emprendedores
somos todos. De hecho, la existencia humana es emprender. De donde se extrae
que hemos restringido en exceso la acepción del concepto, cuya riqueza es
amplia. Más aún: la acepción de raíz capitalista no necesariamente apunta al
más noble de sus diversos matices, pues puede implicar tomar atajos, carecer de
escrúpulos, rayar la ilegalidad cuando no directamente perpetrar delitos, y
pervertir otra noción igualmente válida e imprescindible: la de <mérito>.
Esta
confusión entre palabras y significados no oculta, más bien demuestra, un rasgo
esencial de la transformación a la que, poco a poco, se han visto obligadas las
sociedades occidentales desde la caída del Muro de Berlín hasta llegar al
colapso en que ahora sobreviven. Ese rasgo es la hipertrofia del sistema.
Economistas
y sociólogos de diferente signo y cariz ideológico subrayan ese dato por encima
de cualquier otro: nuestro modo de producir, distribuir y consumir es
insostenible. El sistema se ha abultado tanto, se ha hinchado tanto, se ha
podrido tanto, ha devorado tanto, que la crisis actual no es sino el gran
miasma que inevitablemente debía estallar tarde o temprano.
Y lo
peor es que las medidas de asepsia que están adoptándose para combatir la
pestilencia expandida son inútiles porque provienen “de dentro” de ese sistema
agonizante. Austeridad, alza radical de impuestos dirigida a las capas sociales
medias, mercado laboral asfixiado, quiebra de las prestaciones públicas (salud,
educación, pensiones), empobrecimiento de masas, instituciones políticas lentas
e inoperantes, creciente e imparable decepción democrática… Todo ello en su
conjunto vendría a dibujar algo así como los destellos luminosos del oasis:
creemos que hay vida tras la larga y dura travesía, justo cuando la sed nos
apremia, pero en verdad sólo hay desierto. Arena y más arena.
En
este panorama quedas tú, emprendedor. Alma viviente, humano solitario ante la
inmensidad de un peligro indiscernible y enfermizo, angustiado por la pregunta
que trae la mayor y más cruel de las incertidumbres: ¿podré comer mañana?
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