Una plomiza tarde de otoño alguien
me preguntó si conocía el verdadero secreto de las pirámides egipcias. Mi
imaginación se desbocó a la vez que extraviaba el sentido real al que quería
conducirme la persona que había hecho la pregunta.
Enseguida pensé en mil batallas
libradas a las orillas del Nilo, allá en la Antigüedad. Pensé en las leyendas
que cuentan que en las cámaras selladas de aquellas joyas arquitectónicas se
guardaban tesoros arqueológicos, y riquezas y reliquias de incalculable valor.
Pensé en los desdichados aventureros que habían osado adentrarse en las
entrañas de los laberintos, para quedar atrapados en invisibles trampas de
arena de las que resultaba una quimera salir con vida. Pensé en el sofocante y
enloquecedor desierto.
Incluso pensé en el mito: criaturas hiper-inteligentes que provenían de mundos extraños habrían descendido de los cielos para proporcionar a los constructores complejas fórmulas matemáticas que todavía ningún genio ha logrado descifrar.
Incluso pensé en el mito: criaturas hiper-inteligentes que provenían de mundos extraños habrían descendido de los cielos para proporcionar a los constructores complejas fórmulas matemáticas que todavía ningún genio ha logrado descifrar.
Con el tiempo he descubierto lo
equivocado que estaba al creer que la pregunta de mi interlocutor se refería a
estos cuentos infantiles. Años después de aquella tarde gris, y como por
ensalmo, la respuesta que debía haber ofrecido por aquel entonces se ha
desvelado nítida en mi cabeza. Solo ahora el pensamiento logra ponerle palabras
que tienen débil vocación de ser certeras.
La evolución humana es
paradójica. Grandiosa, pero torpe. Es lenta y sufrida. Si nos detenemos un
instante advertiremos que las pirámides se erigieron sobre el sueño de
inmortalidad imposible de los faraones. Constituyen por sí mismas una obra de
ingeniería que aún nos asombra, pero no son sino tumbas poliédricas.
Las pirámides resisten el
transcurso del tiempo y milenios después de construidas siguen provocando nuestra
admiración y fantasía. Y al admirarlas hacemos verosímil su propósito de
eternidad, pero ensordecemos el grito y el espanto de los esclavos que murieron
para que fueran alzadas sobre dunas y médanos. Las pirámides son nichos
majestuosos que dan exacto cumplimiento a la trágica paradoja humana: toda
monumentalidad se funda en millones de muertes anónimas. Todo delirio de
grandeza, aun el menos destructivo, aboca al sufrimiento ajeno.
Si estuviéramos en disposición de
deshacer la historia, de des-andar lo andado, de rectificar yerros,
probablemente las pirámides no existirían. El ser humano, entonces, habría
colocado al ser humano por encima de cualquier otra prioridad o requerimiento
religioso, ideológico o político. Y ninguna muerte ni dolor justificarían excelencias
dedicadas a un dios-hombre que jamás pudo escapar de su inevitable condición de
mortalidad.
Pero la vida no es así. No
podemos re-escribir la historia. El tiempo es un bien fungible: una vez
utilizado, desaparece. Vualá. Se va, no regresa. Pero el resultado permanece
entre nosotros y nos exige re-interpretar lo que aconteció con la esperanza de evitar
errores.
Y sin embargo, somos tan chatos de cerebro que aún hoy desgastamos
energías e invertimos recursos en solemnizar la nada. Ese es el secreto de las
pirámides, transmitido época tras época a oídos sordos: custodian en altares
hundidos en el inhóspito subsuelo nuestro fabuloso tributo a lo que no nos hace
falta. Pues lo que ignoramos es saber vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario