8/1/13

EL SECRETO DE LAS PIRÁMIDES



Una plomiza tarde de otoño alguien me preguntó si conocía el verdadero secreto de las pirámides egipcias. Mi imaginación se desbocó a la vez que extraviaba el sentido real al que quería conducirme la persona que había hecho la pregunta. 

Enseguida pensé en mil batallas libradas a las orillas del Nilo, allá en la Antigüedad. Pensé en las leyendas que cuentan que en las cámaras selladas de aquellas joyas arquitectónicas se guardaban tesoros arqueológicos, y riquezas y reliquias de incalculable valor. Pensé en los desdichados aventureros que habían osado adentrarse en las entrañas de los laberintos, para quedar atrapados en invisibles trampas de arena de las que resultaba una quimera salir con vida. Pensé en el sofocante y enloquecedor desierto.
Incluso pensé en el mito: criaturas hiper-inteligentes que provenían de mundos extraños habrían descendido de los cielos para proporcionar a los constructores complejas fórmulas matemáticas que todavía ningún genio ha logrado descifrar.

Con el tiempo he descubierto lo equivocado que estaba al creer que la pregunta de mi interlocutor se refería a estos cuentos infantiles. Años después de aquella tarde gris, y como por ensalmo, la respuesta que debía haber ofrecido por aquel entonces se ha desvelado nítida en mi cabeza. Solo ahora el pensamiento logra ponerle palabras que tienen débil vocación de ser certeras.

La evolución humana es paradójica. Grandiosa, pero torpe. Es lenta y sufrida. Si nos detenemos un instante advertiremos que las pirámides se erigieron sobre el sueño de inmortalidad imposible de los faraones. Constituyen por sí mismas una obra de ingeniería que aún nos asombra, pero no son sino tumbas poliédricas.

Las pirámides resisten el transcurso del tiempo y milenios después de construidas siguen provocando nuestra admiración y fantasía. Y al admirarlas hacemos verosímil su propósito de eternidad, pero ensordecemos el grito y el espanto de los esclavos que murieron para que fueran alzadas sobre dunas y médanos. Las pirámides son nichos majestuosos que dan exacto cumplimiento a la trágica paradoja humana: toda monumentalidad se funda en millones de muertes anónimas. Todo delirio de grandeza, aun el menos destructivo, aboca al sufrimiento ajeno.

Si estuviéramos en disposición de deshacer la historia, de des-andar lo andado, de rectificar yerros, probablemente las pirámides no existirían. El ser humano, entonces, habría colocado al ser humano por encima de cualquier otra prioridad o requerimiento religioso, ideológico o político. Y ninguna muerte ni dolor justificarían excelencias dedicadas a un dios-hombre que jamás pudo escapar de su inevitable condición de mortalidad.

Pero la vida no es así. No podemos re-escribir la historia. El tiempo es un bien fungible: una vez utilizado, desaparece. Vualá. Se va, no regresa. Pero el resultado permanece entre nosotros y nos exige re-interpretar lo que aconteció con la esperanza de evitar errores. 

Y sin embargo, somos tan chatos de cerebro que aún hoy desgastamos energías e invertimos recursos en solemnizar la nada. Ese es el secreto de las pirámides, transmitido época tras época a oídos sordos: custodian en altares hundidos en el inhóspito subsuelo nuestro fabuloso tributo a lo que no nos hace falta. Pues lo que ignoramos es saber vivir.
  

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