Las barbas
grises tejidas con lana de un Papá Noel cuyo tamaño apenas sobrepasa el de un
gatito recién nacido, un muñeco de nieve de trapo con gesto asustado aunque por
nariz tenga una irreverente zanahoria, y un reno con cara de haber perdido el
trineo y pasado la noche de parranda en las barras de los bares adornan la
entrada de mi casa y recuerdan a su huésped, cuando regresa de las afueras, que
nos alcanzó otra Navidad y que el año está a punto de acabar.
En la despensa
reposan un par de tabletas de turrón de miel y almendras molidas –riquísimo
aunque la marca sea blanca- y una bolsa de plástico transparente con un puñado
de alfajores de Medina Sidonia. No hay polvorones, mantecados, peladillas ni
bombones, pero no podía faltar una cajita de cartón con doce bolitas de coco recubiertas de
jugoso chocolate que tal vez durarán hasta el mes de febrero.
En la mesa del
salón, un pascuelo de hojas carnosas como lenguas humanas, y tan rojas como
pasiones desbordadas, pide a gritos que no me exceda con los riegos, porque quiere
vivir. Nombre científico-poético de la especie floral: poinsetia. No hay
arbolito con esferas de cristal, ni guirnaldas brillantes que se encienden y
apagan en la oscuridad. Ni tampoco portal de Belén. ¿Para qué iba a molestarme
en montarlo, si el Papa Benedicto ha sentenciado solemnemente que nunca existió
semejante atrezzo?
Todo puede alterarse
de un día para otro, pero he de confesar que de la catarsis que antaño me infundían
estas fechas apenas conservo el pretexto de que nos reunimos los amigos en torno
a buenas viandas, cuando hay dinero sobrante en la taleguilla. También retengo
como pizcas de oro los abrazos que aún puedo ofrecer a mis allegados más
íntimos después de que el año nuevo haga acto de presencia y nos envuelva con
su manto invisible y su anhelante confianza en el porvenir.
En todo lo
demás, la Navidad se me antoja la fecha más propicia para que resalten con
crudeza los agudos contrastes que se dan entre la alegría y el desconsuelo, la
opulencia y la necesidad injusta, el amor forzado y el verdadero compromiso, la
fe sentida con humildad y el fervor peligroso. Debo estar haciéndome mayor. En
algún momento abrí los ojos y desde entonces los párpados se niegan a obedecer órdenes. De
lo contrario, no pensaría como pienso ni me aplicaría tales discordancias.
Sin embargo, no
hay razón para que estallen las alarmas y las jerarquías se inquieten: si yo
fuera Presidente del Gobierno –señor en tus alturas, libera a mis semejantes de
carga tan ingrata-, jamás eliminaría del calendario el regocijo que se extiende
por todas partes después de celebrado el tradicional sorteo que con tanta
gracia cantan los niños de san Idelfonso, el último sin retención de Hacienda. Eso
sí: a algún que otro dirigente político le conminaría a pagar los sueldos hiper-atrasados
de los empleados públicos antes de aderezar los espacios voladizos de las
calles con lucecitas de neón, por hermosas que sean y por más rituales que
llevemos pegados a las espaldas.
Más aún: le
daría a elegir libremente entre marcharse por donde ha venido o por donde mejor
le plazca, pero sin lugar alguno para la discreción. Les colgaría de la frente un
cartelito de colores, bien grande, que rezara: “Lo sentimos. Nos vence la
vergüenza. No valemos para gestionar la pobreza heredada y, humillados, nos
despedimos.” Así sea.
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