24/12/12

DULCE NAVIDAD



Las barbas grises tejidas con lana de un Papá Noel cuyo tamaño apenas sobrepasa el de un gatito recién nacido, un muñeco de nieve de trapo con gesto asustado aunque por nariz tenga una irreverente zanahoria, y un reno con cara de haber perdido el trineo y pasado la noche de parranda en las barras de los bares adornan la entrada de mi casa y recuerdan a su huésped, cuando regresa de las afueras, que nos alcanzó otra Navidad y que el año está a punto de acabar. 

En la despensa reposan un par de tabletas de turrón de miel y almendras molidas –riquísimo aunque la marca sea blanca- y una bolsa de plástico transparente con un puñado de alfajores de Medina Sidonia. No hay polvorones, mantecados, peladillas ni bombones, pero no podía faltar una cajita de cartón con doce bolitas de coco recubiertas de jugoso chocolate que tal vez durarán hasta el mes de febrero.

En la mesa del salón, un pascuelo de hojas carnosas como lenguas humanas, y tan rojas como pasiones desbordadas, pide a gritos que no me exceda con los riegos, porque quiere vivir. Nombre científico-poético de la especie floral: poinsetia. No hay arbolito con esferas de cristal, ni guirnaldas brillantes que se encienden y apagan en la oscuridad. Ni tampoco portal de Belén. ¿Para qué iba a molestarme en montarlo, si el Papa Benedicto ha sentenciado solemnemente que nunca existió semejante atrezzo?

Todo puede alterarse de un día para otro, pero he de confesar que de la catarsis que antaño me infundían estas fechas apenas conservo el pretexto de que nos reunimos los amigos en torno a buenas viandas, cuando hay dinero sobrante en la taleguilla. También retengo como pizcas de oro los abrazos que aún puedo ofrecer a mis allegados más íntimos después de que el año nuevo haga acto de presencia y nos envuelva con su manto invisible y su anhelante confianza en el porvenir. 

En todo lo demás, la Navidad se me antoja la fecha más propicia para que resalten con crudeza los agudos contrastes que se dan entre la alegría y el desconsuelo, la opulencia y la necesidad injusta, el amor forzado y el verdadero compromiso, la fe sentida con humildad y el fervor peligroso. Debo estar haciéndome mayor. En algún momento abrí los ojos y desde entonces los párpados se niegan a obedecer órdenes. De lo contrario, no pensaría como pienso ni me aplicaría tales discordancias.

Sin embargo, no hay razón para que estallen las alarmas y las jerarquías se inquieten: si yo fuera Presidente del Gobierno –señor en tus alturas, libera a mis semejantes de carga tan ingrata-, jamás eliminaría del calendario el regocijo que se extiende por todas partes después de celebrado el tradicional sorteo que con tanta gracia cantan los niños de san Idelfonso, el último sin retención de Hacienda. Eso sí: a algún que otro dirigente político le conminaría a pagar los sueldos hiper-atrasados de los empleados públicos antes de aderezar los espacios voladizos de las calles con lucecitas de neón, por hermosas que sean y por más rituales que llevemos pegados a las espaldas. 

Más aún: le daría a elegir libremente entre marcharse por donde ha venido o por donde mejor le plazca, pero sin lugar alguno para la discreción. Les colgaría de la frente un cartelito de colores, bien grande, que rezara: “Lo sentimos. Nos vence la vergüenza. No valemos para gestionar la pobreza heredada y, humillados, nos despedimos.” Así sea.

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