Tal vez el rasgo más
sobresaliente de la actual crisis sistémica sea el progresivo debilitamiento de
la socialdemocracia. La fractura de las políticas encaminadas a defender el
sector público presenta un perverso efecto de doble vía: no sólo se sitúa en el
origen de la crisis, sino que supone una de sus consecuencias más preocupantes.
En Andalucía dos partidos que
proclaman su izquierdismo lideran el Gobierno. Es cierto que el tándem
Griñán-Valderas no ha adoptado lindezas tales como “el euro por receta” (cuestionado
ya por el Tribunal Constitucional), ni clausurado servicios de urgencias que atienden
a personas de avanzada edad (pírrica medida de ahorro que los tribunales
ordinarios también han paralizado). La Junta de Andalucía, por ejemplo, se ha
apresurado a impugnar la Ley de Tasas Judiciales, una norma tal vez necesaria,
pero injusta desde el punto de vista moral y plagada de deficiencias técnicas.
Sin embargo, las medidas de consolidación
fiscal del Gobierno que preside un socialista, y que comanda un comunista, están cebándose
con los empleados públicos andaluces. Es decir, con los médicos, enfermeros,
maestros, profesores, administrativos, auxiliares y conserjes que trabajan en
el llamado “sector público andaluz”.
Estos profesionales, en junio de
2012, ya sufrieron una merma considerable en sus retribuciones salariales. A
partir de 1 de enero del recién estrenado 2013, sus nóminas se verán nuevamente
decrecidas como consecuencia de una ley publicada en el BOJA a principios de
octubre pasado. Una ley de la que nadie había oído hablar. Ni siquiera las
organizaciones sindicales, a juzgar por su silencio.
La detracción salarial, en
algunos casos, alcanza el 5% de toda la masa salarial en cómputo anual. Una
barbaridad que se suma a las minoraciones implacables que a los empleados
públicos de la Nación, sin excepción, empezó a aplicar el (olvidado) Zapatero y
continuó Rajoy (el olvidadizo: nuestro Presidente, ahora, no parece conocer de
nada a Bárcenas, el de los sobres llenos de dinero negro según ha difundido la
prensa planetaria.)
Soy funcionario. Soy trabajador.
Entre ambos roles no hay ninguna diferencia desde el punto de vista
cualitativo. Y aunque la propaganda, la mezquindad y la ignorancia se empeñen a
hacerles creer a ustedes lo contrario, tampoco hay diferencia alguna desde el
punto de vista cuantitativo. Sin mi sueldo no podría pagar la hipoteca, ni el
recibo de la luz. No podría alimentarme, ni beber agua potable, a menos que me fiaran
los dueños de los bares. Tampoco podría pagar impuestos, dicho sea de paso.
¿Me
entienden? No soy ningún criminal por el hecho de vivir gracias a un
presupuesto público que retribuye mi quehacer profesional. Es más: creo que si
caemos los empleados públicos, caerá todo el sistema. Usted irá a solicitar
cita a su médico de cabecera habitual, por ejemplo, y hallará cerrada la
ventanilla y el mostrador vacío. Para siempre.
Había que redimensionar el gasto
público, pero no volverlo raquítico. Había que exigir sacrificios, pero no
pueden cargarse sobre las espaldas de los mismos. Este, precisamente, ha sido
–y es- el craso error de las políticas llamadas de izquierda: descuidar el
sector público. Me atrevo a decir que casi todos hemos cometido ese desliz
lamentable.
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