El Tribunal Constitucional, por mayoría de votos de los magistrados que lo
componen, ha rechazado el recurso de inconstitucionalidad que el PP, hace siete
años, interpuso contra la ley de reforma del Código Civil impulsada por el
Gobierno del (olvidado) Zapatero para permitir la celebración de matrimonios
entre personas de igual sexo.
Se trataba de una norma pionera si la comparamos con las legislaciones vigentes
en los países de nuestro entorno. Pese a todo recibió las más ácidas críticas
de la jerarquía de la iglesia católica y los sectores más recalcitrantes de la
sociedad española. Además el PP se ha comprometido a no utilizar su mayoría
absoluta en el Congreso para derogar la reforma, lo que implica acatar la
sentencia en el sentido más acabado del término.
Celebro ambas cosas. De un lado, el órgano encargado de interpretar la
Constitución ha dictado la única resolución que parecía posible ateniéndonos a la
doctrina anterior a este pronunciamiento: la tutela de la dignidad de la
persona y la igualdad en el ejercicio de los derechos civiles, con
independencia de la orientación sexual, son pilares esenciales no ya de nuestro
ordenamiento constitucional, sino de los derechos humanos.
De otra parte, el hecho de que el partido en el Gobierno abandone posiciones
maximalistas, pensadas en su día para mantener los apoyos envenenados de los
grupos más ultras, supone adecuarse a una realidad social palpable –lo mínimo
que debe exigirse a un político-, pero también no abrir otro innecesario frente
de confrontación en un contexto de crisis galopante que exige centrar las
energías en menesteres más acuciantes, sobre todo cuando la Unión Europea ha
desmentido las previsiones económicas que hace apenas unas semanas proclamaba
el ministro Montoro.
El matrimonio está tan en boga como los divorcios. Ignoro cuántas de las
más de veintidós mil parejas del mismo sexo que contrajeron matrimonio al
amparo de la reforma decidieron, más tarde, poner fin a la unión. Lo que resulta
indiscutible es que no eran ni peras ni manzanas, como afirmaba la señora
Botella, sino individuos adultos que reclamaban con legitimidad disponer del
suficiente margen de actuación legal para decidir sobre sus uniones
sentimentales como mejor les placía
Un Estado moderno, democrático y responsable ha de garantizar ese espacio
irrenunciable de libertad. La sentencia del Tribunal Constitucional refrenda
esta tesis. Y si el PP deja intacta la legislación tal y como está, según han
anunciado sus dirigentes, habrá dado un paso decisivo y valiente hacia su propia
modernización. Volver a mezclar cuestiones de puro orden civil con creencias
religiosas equivale a incurrir en un craso error. Mezclarlas para que las
segundas se impongan a las primeras, quiero decir.
Idéntico planteamiento debería regir en una materia aún más sensible: el aborto. Pues a la mujer le asiste el derecho de interrumpir voluntariamente la gestación dentro de unos plazos avalados por la ciencia médica.
Idéntico planteamiento debería regir en una materia aún más sensible: el aborto. Pues a la mujer le asiste el derecho de interrumpir voluntariamente la gestación dentro de unos plazos avalados por la ciencia médica.
Aquí el partido en el Gobierno podría hacer
gala del mismo bien hacer y repensarse si es prudente retroceder a la
legislación vigente hace varias décadas. Porque la vida, como el matrimonio, no
se preserva imponiendo o prohibiendo nada. Su defensa genuina pasa por el
respeto a las decisiones personales en el marco de una ley razonable.
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