Aunque parezca lo contrario, la
prudencia no preside ni guía nuestras vidas con la intensidad que sería
necesaria. Negar que modula nuestra conducta cotidiana y, por tanto, nuestras
relaciones con los demás, desde la pareja, los hijos, los amigos o el trabajo,
supondría incurrir en una necedad tan grande como una catedral, pero tengo la
impresión de que el vaso de la prudencia todavía está a la mitad de su
capacidad real. Me incluyo, por supuesto.
Este déficit de prudencia es,
pues, consustancial a nuestra humana naturaleza y se manifiesta en todos los
ámbitos. Y albergo la convicción de que la profunda crisis que padecemos, que
empezó hace cuatro años por el lado de la economía pero que lleva tiempo siendo
una crisis cultural de primera magnitud, también hunde sus raíces en que nadie
fue prudente, es decir, nadie respetó lo propio y lo ajeno.
Y es que respeto y prudencia son
rasgos del carácter abocados a darse la mano en simbiosis forzada, tal y como
deberían hacerlo los amantes si realmente apuestan por el buen funcionamiento
de la vida en común que pretenden construir. La prudencia, el respeto, no
eliminan el conflicto, pero son condiciones previas e inexcusables si nuestra
intención es resolverlo.
En los últimos meses, las
encuestas demoscópicas revelan que la clase política (deploro esta expresión,
pero la utilizo para que nos entendamos) es percibida como uno de los
principales peligros para mantener la cohesión social y para alcanzar la
convivencia avanzada que propugna nuestra Constitución. Esta percepción tan nefasta que hemos ido larvando del proceder de nuestros
políticos se debe a que nos hemos dado cuenta de que los gobernantes no han
sido todo lo prudentes que se esperaba de ellos.
El análisis no debería detenerse
ahí, claro está. Porque dicha falta de prudencia arroja la sospecha –fundada en
tantas ocasiones- de que muchos aspirantes a gestores que consiguieron el
anhelado cargo se movieron por razones personales sin estar mínimamente
cualificados para asumir la tarea de vigilar, fomentar y proteger los intereses
generales.
Pero si abundamos en el análisis aun nos toparemos de bruces con otra
realidad todavía más pavorosa: mucha, mucha gente, muchos ciudadanos de a pie,
también habíamos declinado nuestra parte alícuota de responsabilidad en la
tarea. ¿La prueba? Nos quejamos y autocompadecemos como niños de teta ahora que
malvivimos una avalancha de recortes de prestaciones sociales bajo la amenaza,
además, de que el abismo no parece haber tocado fondo. Antes nadábamos en la
abundancia, en la prosperidad consumista sin límite, creíamos haber alcanzado
“el fin de la historia”. Qué ilusos, qué ignorantes. Qué imprudentes.
1 comentario:
Siempre un placer leer algo tuyo Kiko
Un saludo
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