Respecto del actual Gobierno de
la nación sólo caben un par de calificativos: mediocre e injusto. Mediocre
porque ni uno solo de sus ministros, empezando por el primero de ellos,
demuestra estar a la altura del crítico momento histórico que atravesamos. Injusto
porque no puede ser casualidad que, para superarlo, haya puesto en práctica, a
golpe de BOE, medidas draconianas que precipitan a la población al
empobrecimiento general, al tiempo que deja intactos a los grupos sociales con
más capacidad y recursos para echar una mano. ¿Dejar intactos, he dicho?
Rectifico en el acto: olvidaba que este Gobierno también ha aprobado una
ignominiosa amnistía fiscal.
Pero no nos engañemos. Ambos
rasgos –la mediocridad y la injusticia- eran señas de identidad que venían larvándose,
hasta estallar con virulencia, en esta sociedad hipócrita, huérfana de valores
y desnortada a la que han conducido la avaricia de los especuladores, el
arribismo político y la acomodación de la clase trabajadora. Sí, acomodación de
la clase trabajadora. ¿O acaso los currantes creían (creíamos) que no había
peligro de perder los derechos sociales una vez conquistados?
Aprendamos de nuestra reciente
historia y enfrentémonos a la cruda realidad del momento presente: este país
precisa otra Transición. Ya no se trataría de desmantelar las estructuras
autoritarias heredadas de una guerra cruenta entre compatriotas. Se trataría de
reverdecer los ideales de justicia social, equidad, honestidad e igualdad que
laten en el corazón mismo de la democracia y que, se suponía, iban a situarnos
en la senda de la modernidad.
Esos ideales ya no existen, o cuanto menos no se
practican, porque nadie cree firmemente en ellos. Y sin embargo, necesitamos
recuperar la fe porque fuera de ellos sólo hay egoísmo desatado, libertades sin
contenido, drama social y embrutecimiento. En realidad todos clamamos, pero
desunidos, por recuperarlos.
No obstante, hay ciertas señales
de cambio que parecen soplos de aire fresco en mitad del desierto. El Consejo
General del Poder Judicial, herido de muerte por la indigna ejecutoria del
dimitido Carlos Dívar y por el acoso al que lo somete el ministro Gallardón, ha
sabido dar un giro radical y nombrar como presidente a Gonzalo Moliner, un
magistrado especialista en Derecho del Trabajo que conoce su oficio y que ha
sido ejemplo de jurista intachable.
Jueces y Magistrados son el único poder
verdaderamente independiente que nos queda. Es el más difuso, el menos
concentrado, pero sus decisiones cobran hoy día un sesgo de autoridad que no
valorábamos en tiempos de bonanza. Para muestra, las sentencias que obligan a
los bancos a restituir el dinero invertido por pequeños ahorradores en las
opacas “acciones preferentes”, uno de los mayores timos perpetrados por la
ultra-tecnificada ingeniería financiera. Y aún está por ver lo que sucederá con
las querellas interpuestas contra los gestores de Bankia.
Pero hay otra señal que merece la
pena subrayarse: el durísimo y sincero comunicado de AUME, la asociación mayoritaria de militares, advirtiendo a los integrantes de la clase política, sin distinción de
siglas, que los miembros de las Fuerzas Armadas les guardan respeto por
obligación de sus funciones. Si yo fuera Presidente del Gobierno, Jefe de la
Oposición o un triste Alcalde, tomaría buena nota de que el descontento social,
en todos sus estamentos, ha traspasado las líneas rojas.
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