Esta crisis sistémica es tan
canalla porque, además del pan, nos quiere robar la palabra. Y no cualquier
<palabra> sino aquella que, de estar ausente, vendida al poder o
amordazada por sus tentáculos, nos haría desaparecer como ciudadanos que
conviven en un auténtico régimen de libertades públicas.
Hablar en privado o ante el grupo
que te adula resulta fácil y es reconfortante para los egos. Pero hablar <en
público> y <para el público> es otra cosa mucho más seria. La
democracia presupone estar asistidos de un elenco de derechos fundamentales. El
contar sin ataduras lo que el público necesita saber de sus gobernantes y sus
políticas, y de los mercados y sus bacanales especulativas, constituye por sí
mismo piedra angular del sistema. Este derecho, en realidad, es un noble oficio,
porque tiene por vocación servir a los demás sin mentirles. Este oficio se
llama periodismo.
La crisis es tan sucia porque
también está cubriendo de pesar a los profesionales de la comunicación. Nadie está
a salvo de esta guerra atroz que el ser humano viene librando desde sus
albores: la de alcanzar un modo de convivencia donde el hambre y la necesidad
ajenas sean un mal recuerdo, y la libertad de expresión fiel reflejo del
pensamiento y la acción de hombres y mujeres maduros.
Nunca como hasta ahora os debemos
cuidar, periodistas. Porque nunca como antes en nuestra milagrosa,
contradictoria y sufriente historia hemos necesitado tanto conocer las razones desnudas
que nos han conducido a las puertas de un abismo. En la era de internet, las
pantallas táctiles y los testimonios fugaces y superfluos, todavía precisamos del
tesón del reportero, de su perspicacia, su voz y su entrega.
Periodistas, habéis denunciado
con valentía, autocrítica y dignidad que el paro forzoso también os golpea
duramente. Habéis mostrado al público que también sois trabajadores expuestos a
los ensañamientos que provienen de una cultura en proceso de decadencia, pero
solemnizada mediante una legislación hostil que no hace distingos entre
sectores de actividad, por productivos que sean y sea cual sea el valor
intangible que añaden a la cohesión social y al progreso de los pueblos.
Así pues, periodistas, os pido,
con la humildad y el respeto de alguien que no se siente nada lejos de
vosotros, que la denuncia no se quede únicamente en señalar vuestra fragilidad
ante un sistema neurótico que devora cuanto halla a su paso. Pues frágiles, en
tales condiciones precarias de subsistencia, somos todos. Incluso los que
mandan, o creen mandar.
Os pido que vuestra denuncia se
fundamente en la cuantiosa fe que ha de calar en la palabra cuando se trata de
la verdad y de su complejo desvelo. Cada vez más, los que estamos al otro lado de
la noticia, pero tan inmersos en ella, vamos necesitando menos sensacionalismos
y servidumbres, y mayor rigor intelectual, autonomía y objetividad, tarea nada cómoda
sin duda, incluso arriesgada, pero no imposible. Cada vez más será ineludible
que el periodista se comprometa, no con sus inclinaciones ideológicas
personales, los volátiles índices de audiencia o el estrellato inútil, sino con
la democracia genuina, porque la democracia es el bien que se encuentra en verdadero
peligro y poniéndonos en peligro a todos.
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