La ley es una de creaciones más
neuróticas del ser humano. Y, como tal, de las más necesarias. La evolución de
nuestra especie va pareja a la evolución de la ley y de los valores que intenta
proteger. Porque se trata de eso: el ser humano todavía precisa protegerse de
sus semejantes. Tal es uno de los componentes que integra el drama (léase
“circo”, si así lo desean) de nuestra existencia. El otro componente, claro
está, es la muerte física o emocional.
Siempre hubo y siempre habrá
leyes. Aún no tenemos el coraje ni la inteligencia suficientes para gobernarnos
a nosotros mismos sin hacer daño a los demás, comprendiendo que nos necesitamos
los unos a los otros aunque nuestros pasos no se crucen jamás. La ley suple el profundo
vacío que deja esta lección sin aprender.
Si aún no hemos interiorizado
esta premisa básica y, en consecuencia, hemos de inventar leyes que recuerden
que el otro es un valor en sí mismo, ¿puede saberse de qué obra maestra
presumimos los urbanitas? En realidad, pobres de nosotros, pocos son los
motivos para alardear con tanto orgullo.
Así pues, no se vislumbra el
ocaso de las leyes. En tiempos de los bárbaros regía la ley del más fuerte. El
avance hacia la civilización había consistido, justamente, en despojar de poder
a los violentos, a los desequilibrados, a los ignorantes. ¿Acaso no es este el
fin último y primordial de la democracia bien entendida?
El problema radica en que
identificamos “violencia”, “desequilibrio” e “ignorancia” con las formas
evidentes de agresión física, de locura o de necedad. Pero es un hecho, hoy más
patente que nunca, que los seres humanos podemos agredir de muy diferentes y
sutiles maneras. Desde esta perspectiva, cualquier sometimiento de la ley a
fines espurios, a motivaciones que amparen o fomenten la agresión, sea cual sea
su naturaleza y método, constituye por sí una manifestación de violencia, de
perversión.
En las democracias posmodernas,
que es el momento histórico que malvivimos y que nos ha venido tan preñado de
ultraliberalismo, la ley es sutilmente ultrajante. O, si así lo prefieren, podemos
decir que ha sido sutilmente ultrajada. ¿Merece cualquier otra descripción la
norma jurídica que, revestida de formalidades democráticas, provoca un
retroceso histórico para volver a entregar el poder a los poderosos? ¿Qué
clase de ley es esta que desregula para desabrigar al débil?
Digámoslo sin rodeos: ¿de qué
vale la soberanía popular, si el legislador legisla en contra del soberano?
Cuando así se actúa, las apelaciones constantes, henchidas de retórica, de la
clase política vigente a “la ciudadanía” rayan el insulto. Son menosprecios
envueltos en papel de seda que procuro rasgar.
Me consta: queda mucha, mucha
gente que argumentará que esta convulsa caída de nuestras leyes hacia el
lodazal de la desregulación en materias tan sensibles, como las relaciones
laborales, es un precio ineludible que debemos pagar si queremos superar la
crisis. Con todo respeto les replico que se equivocan y que su error tremendo
va a costar demasiado sufrimiento a los demás. Porque donde haya un poder que
se extralimita, debe haber ley que lo encauce. Y, en nuestra época, ese poder
existe. Se llama –se llamó siempre- economía. El modo y manera en que evitamos
morir de hambre, ser explotados y vivir una vida digna de su nombre.
1 comentario:
Duele el cielo que se pinta plomizo...
araña el viento la piel,que como la tierra se agrieta escamándose;
lloran las vestiduras de la justicia aún ciega
haciendo jirones una vez más la historia,
huele a menosprecio,
a revolución,
huele a desatino en el intento macabro por conservar la integridad.
Las simientes de un pueblo observan ateridas como lentamente pretenden hacerlas sucumbir.
Como el Circo de Gredos quedarán erosionados los títeres de éste espectáculo.
Tendré que retrotraerme a los libros,a Aristóteles,a Marx,a Roussseaux,a Locke y re-reflexionar para re definir democracia???,o debo decir deontología de la democracia;Porque sus cimientos pueden ceder!!
Tendremos esa posibilidad??,porque el cielo duele de tanto que grita.
un beso amigo querido!!
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