La inmensa mayoría todavía
estamos despertando. No hemos comprendido que la
pesadilla es la realidad que tratan de imponernos con la complicidad de
nuestros gobernantes: un nuevo orden basado en la absoluta hegemonía del poder
financiero y corporativo. ¿Cómo dudar en estos
momentos cruciales de que es el avance hacia una auténtica democracia solidaria
lo que está en juego? Este avance no es que se haya interrumpido. Es que sufre
una contracción de tal magnitud que nos retrotrae, por decreto, a varias
décadas atrás.
Ya no
soy utópico. Lo sé porque a cada instante procuro embridar mis ilusiones y abro
los ojos a la realidad, aunque duela. No siempre lo consigo, pero tengo muy
presente que los seres humanos, aun aquellos que se proclaman de izquierdas a
los cuatro vientos, somos egotistas por naturaleza. La generosidad, por tanto,
es una conquista personal. Es hora de desvelar esta cruda verdad y enfrentarnos
al clamoroso egotismo que se ha instalado en nuestras vidas.
Necios
hemos sido al creer que el sistema capitalista hace lo posible para que cada
uno disponga de lo suyo. Por el contrario, la depredación es la sangre que
circula por las venas de la cultura neoliberalista y del pensamiento único, y
su efecto, actualizado y cada vez más poderoso, es la imposición de un
"darwinismo social" que no sólo desprotege al débil, sino que le
condena de por vida a su debilidad. Y débil es (¿habrá que recordarlo?) quien
sólo posee su fuerza de trabajo para sobrevivir.
Los
trabajadores debemos asumir nuestra cuota de responsabilidad en la producción
de este estado de cosas. Obnibulados por los deseos materialistas, hemos
descuidado nuestro flanco más vulnerable: la necesidad de permanecer unidos
frente a las embestidas de quienes nos roban, menosprecian o engatusan. Es la
necesidad de tomar conciencia lo primero que nos hurtaron.
Ignoro
si es tarde para sacudirnos la docilidad aprendida. La mansedumbre
popular de la era posmoderna se ha enraizado tanto porque empezó siendo acomodación
individualista. Antes de amputar derechos sociales y servicios públicos, el
capitalismo del último tercio del siglo XX llevó a la práctica, con suma
inteligencia, un "recorte" previo e imprescindible para acaparar
poder al margen de los expedientes democráticos:
escindir, disociar, la libertad individual de la responsabilidad social.
Una
vez aclamada la libertad individual sin importar cuánto se resiente el
entramado social al que se aplica, la semilla del egoísmo acomodaticio crece
sin parar en todos los estratos. Y de los estratos de una sociedad dada surgen
los gobernantes que, a su vez, alientan la hegemonía de "lo
individual" sobre "lo social". El resultado es una sociedad
fragmentada que debe invertir mucho esfuerzo cuando precisa volver a
reintegrarse.
Sólo una
revolución cultural puede romper este círculo vicioso. ¿Se atisba una solución de
este calibre en el horizonte? Más bien, no. Pero hay señales que deberían inquietar
a los que, desde las alturas, en la sombra, han decidido quebrar el paradigma
de convivencia hasta ahora vigente. Porque toda regresión histórica genera tensiones
impredecibles en el nervio social. Puede que la rabia implosionando no llegue a
sentirse en las salas de congresos. Pero germina en cada hogar donde de nuevo se
respira el miedo ancestral al hambre.
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