7/2/12

CANAL HISTORIA


No me pregunto si quedan historiadores. Me pregunto si en nuestro tiempo vertiginoso, revisionista y desnortado es posible ejercer el oficio de interpretar la historia. El filósofo Manuel Cruz advierte que el historiador emprende un viaje hacia el pasado que acaba, paradójicamente, en el punto de partida: toda construcción teórica cuyo objeto sea dar cuenta de lo ocurrido carece de valor si nada dice a los hombres del presente. 

La Casa Real se ha visto obligada a emitir una nota afirmando que el golpe de Estado del 23-F es más territorio de historiadores que de la actualidad. Se trata de la réplica a las informaciones aparecidas en la revista Der Spiegel poniendo en cuestión el papel que jugó el rey durante la intentona golpista, en base a un documento secreto que el gobierno alemán ha desclasificado.

¿Qué nos decía nuestra más reciente historia? Nos decía que la Corona había sido decisiva para abortar la trama del 23-F. Nos decía que sin la figura del rey Juan Carlos habría sido improbable disfrutar de un auténtico régimen de libertades políticas, el más prolongado de nuestro convulso devenir. Que la estampa regia era más que un símbolo: era la intachable hoja de servicios de un rey que se ganó por aclamación la legitimidad del pueblo asustado y de los oscuros poderes que dudaban de sus intenciones.

El documento clasificado que ha visto la luz consiste en un cable remitido a la Cancillería alemana en 1981 por el embajador en Madrid, Lothar Lahn. En él ofrece detalles de la conservación que mantuvo con el monarca apenas un mes después del asalto al Congreso de los Diputados. Según Lahn, el rey no mostró repulsa ni indignación frente a los golpistas, sino comprensión.       

Cuatro cosas me sugieren los hechos: una, el semanario Der Spiegel goza de magnífica reputación internacional, si bien no exenta de críticas debido a que en ocasiones su línea editorial cae en un estilo agresivo; dos, sus redactores se han limitado a divulgar el contenido de un documento oficial de la diplomacia alemana; tres, en los últimos tiempos provienen del país teutón demasiados ataques a nuestro estilo de vida; y cuatro, la nota hecha pública por la Casa Real no desmiente el contenido del documento, más bien pretexta que de aquella conversación entre el rey y el dignatario germano no se levantó acta, dado que era privada. Así, arguye la nota, Lahn dio su versión particular de la entrevista ignorándose si después rectificó. Circunstancia que, por cierto, no puede confirmarse de boca de Lahn porque murió hace años.

Manuel Cruz subraya que el historiador es aquel a quien el problema del presente le es más propio y, por eso, debe comprometerse con su época no para ser <simple cronista o notario>, sino para <reparar en aquello> que va a trastocar su imagen del pasado, pero también la de su presente, que es fruto directo de lo que ya aconteció.

La Casa Real apela al veredicto de la historia para defender la ejecutoria del rey, pero parece lícito preguntarse porqué la institución monárquica, tan valorada antaño, atraviesa sus momentos más difíciles. ¿Qué se busca? ¿La abdicación del rey? ¿La neutralización o incluso desaparición de la Monarquía? ¿Debilitarnos como país? ¿La simple prevalencia del derecho a la información?                  
  

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