2/2/12

UN CONGRESO, UNA INCÓGNITA

La socialdemocracia vive sus horas más confusas. Y ello se debe a que ha quedado presa de sus propias conquistas. Puede que esta tesis suene a paradoja. Bien, es que lo es.

Uno queda atrapado en sus propias conquistas cuando las descuida. Cuando ya no valora el esfuerzo invertido en conseguirlas. Al sobrevenir esta suerte de desidia, se embotan los principios básicos que animaron nuestra conducta hacia un fin más noble. Entonces, absorbidos por la ignorancia y la molicie, damos por descontado que la historia ha llegado a su límite, que ya nada está por hacer. Qué error. Qué trágico error.

A la socialdemocracia le ha ocurrido una desdicha semejante. Era la apuesta más calculada de la izquierda frente al contexto capitalista dominador. Su estrategia era doble: alcanzar el poder a través, no de revoluciones, sino por vías democráticas, y una vez en él impregnar las leyes constituyentes y los hábitos cotidianos con un espíritu concreto: tomar preclara conciencia de que el ser humano es criatura social que depende de sus semejantes para subsistir con dignidad.

Vista con perspectiva histórica, la socialdemocracia resultó ser un híbrido entre la derrota absoluta de las utopías humanistas y el pragmatismo de izquierdas: empezó creyendo en la filosofía de Marx, pero renunció a poner en práctica sus postulados más incómodos. No se podía someter al capital, había que aceptarlo como regla de juego imperante, pero podía suavizarse su carga brutal de injusticia arrancándole conquistas sociales. ¿Ejemplo? Los que más tienen pagan más impuestos para que haya becas. ¿Otro ejemplo? Toda economía debía aspirar al pleno empleo.

Pero la mejora en las condiciones de vida subsiguiente a la implementación del ideario socialdemócrata hundía sus raíces en la especulación, pues si admites el capitalismo debes admitir ante todo su esencia volátil, egoísta, depredadora. Abocada a moverse bajo esta férrea premisa, era cuestión de tiempo que la socialdemocracia basculase hacia su vertiente conservadora hasta el punto de hacerse irreconocible, por no decir fracasada. 

Además, dado que la socialdemocracia hace suya la implantación de un Estado intervencionista, benefactor, basta una acción política que desprestigie la función pública estatal para que la socialdemocracia pierda credibilidad. Y esto ha ocurrido.

Del capitalismo no puede esperarse otra cosa que repudio a cualquier forma de Estado que dirija la vida económica. Como la socialdemocracia, mal que bien, estaba logrando cierto grado de consolidación, la única salida para el capital ha sido, no derogar las Constituciones subvirtiendo el orden formalmente establecido, sino adaptarlas a sus exigencias para convertir al Estado en un negocio más. La prioridad absoluta de pagar antes que nada la deuda soberana es el último exponente (por ahora) de esta táctica tan inteligente. Táctica que, es obvio, debilita al Estado. Y sin Estado, o con un Estado diluido, ausente, frágil, no hay socialdemocracia que merezca llevar este nombre.

Este es el panorama real al que se enfrenta la socialdemocracia. Por lo que concierne al PSOE, dudo que el 38º Congreso sirva por sí solo para revitalizar el programa socialista. Antes debe despejarse una incógnita preliminar: ¿aún somos socialdemócratas? 
        

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