18/1/12

JUSTICIA SIN NOMBRE

Cuesta no reflexionar un poco contemplando al juez Garzón, sin apenas voz, sentado en el banquillo de los acusados defendiéndose del delito de prevaricación que se le imputa.  Nietzsche, el filósofo loco que derrotó a Dios, nos dejó escrito: “Inventad la justicia que absuelve a todos, excepto a los que juzgan.”

Vi a Baltasar Garzón en persona hacia el año 1988. Invitado por el Decanato, hizo una disertación sobre la investigación de delitos en el hermoso (y atestado de estudiantes) paraninfo de la Facultad de Derecho de Granada. Pese a su juventud ya le precedía fama de juez-estrella, implacable con los grandes cabecillas del narcotráfico. Años más tarde vendría el estrellarse, cuando su paso por la política le decepcionó y tras su regreso a la Audiencia Nacional reabrió la causa del GAL, en la que, como se recordará, estaban implicados altos cargos del gobierno del que él formaba parte, una decisión de índole jurisdiccional que le granjeó numerosas críticas de compañeros de profesión y de comentaristas políticos.

Y no obstante, resurgió de su descrédito erigiéndose en el reactivador de la justicia universal, dormida desde el procesamiento a los líderes nazis en Nüremberg: detuvo al general Pinochet en Londres para intentar juzgarlo por crímenes de lesa humanidad.

No es un cualquiera el que se sienta en el banquillo de los acusados. Odiado por ciertos estamentos de la judicatura y por un sector de la clase política que abarca a los dos grandes partidos del país, y sin embargo respetado por prestigiosos juristas de todo el mundo, Garzón deja indiferente a poca gente. Queramos o no, el juicio en el que se depuran sus responsabilidades ha trascendido, notablemente, nuestras fronteras.

¿Y de qué se le acusa? Conviene recordarlo. En el sumario abierto por la trama Gürtel, un asunto de corrupción que afecta directamente al partido en el gobierno, Garzón, con anuencia del Ministerio Fiscal, ordena la grabación de las conversaciones entre los urdidores de la trama y sus abogados. La policía le había transmitido la sospecha de que los abogados, aparte de comentar con sus clientes la estrategia de defensa, también habían participado en los hechos investigados. Esas escuchas recibieron el respaldo de otros dos jueces, pero fueron anuladas por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid al considerar que habían vulnerado los derechos de los detenidos y el ejercicio profesional de sus letrados. En consecuencia, el Tribunal Supremo ordena el procesamiento de Garzón, pues autorizó las escuchas a sabiendas de que eran ilegales.         

Mucho habría que discutir acerca de si tales hechos son constitutivos de delito de prevaricación. Prevalecerá, sin perjuicio de recursos posteriores, la sentencia que habrá de dictar el Tribunal Supremo. Pero es indudable que los españoles hemos provocado cierto recelo en el exterior: pretendemos expulsar de la judicatura al magistrado que se atrevió a investigar a fondo la red de intereses espurios que se había entretejido en el corazón mismo del partido que nos gobierna; pretendemos que nunca más dirija un sumario el juez que trató de averiguar la suerte que habían corrido los cadáveres de los represaliados desaparecidos durante la Guerra Civil, asunto por el que también será procesado. Dicen de Garzón que es muy coqueto. Dicen que siempre abrió heridas, cicatrizadas a medias, en la orgullosa piel de toro.   

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