19/9/11

IMAGINE


El paulatino acceso de los trabajadores a un cierto poder adquisitivo ha diluido el sentimiento de pertenencia al estrato social en que nacieron. Ello, a su vez, deriva en una postura que combina el alejamiento y la crítica respecto de las instituciones a las que se dirigían las reivindicaciones para la igualación de las clases sociales
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El fenómeno contemporáneo consistente en la debilitación de los centros de referencia que ayudan a formarnos una <identidad social>, produce el surgimiento de una conciencia neta, ansiosamente individualista, que por su propia naturaleza tiende a expandirse hasta hacerse hiperindividualista, hiperegoísta. Hiperconsumista. 

Sin embargo, ya en la fase ascendente de la mejora de las condiciones de vida (abruptamente sesgada desde el estallido de la crisis actual), se observaba una preocupante falta de recursos básicos en una parte significativa de la población, que se veía excluida de toda esperanza de movilidad social. Esto indica que la pobreza nunca había desaparecido de nuestro entorno. 

Ahora bien, debido a la crisis la pobreza ha adquirido una nueva fisonomía. En las sociedades que habíamos alcanzado una cierta opulencia, la pobreza ya no se asocia necesariamente a la penuria alimenticia. Presenta otro perfil diferente, pero igual de trágico. Se trata del trabajador con contratos temporales precarios o a tiempo parcial, remunerado con salarios insuficientes y desaparecido de las estadísticas del INEM. Se trata de los desempleados de larga duración, de los eliminados del sistema financiero. De aquellos que carecen de perspectivas de movilidad social. De los jóvenes crecidos en barrios marginales que descreen por completo de los referentes sociales.    

Hay un dato que puede ser interpretado desde la extravagancia, pero que resulta dramático si se escarba en la ingrata realidad que hay detrás: se calcula que en Europa más del 10% de las personas con peores condiciones de vida transcurre entre cinco y siete horas diarias delante del televisor. Enorme incongruencia: quienes padecen mayor fragilidad económica son los mayores consumidores de programas basura, teleseries manufacturadas y concursos millonarios.

Un análisis pormenorizado de lo bueno y lo malo del sistema capitalista sobrepasa los límites de este artículo. Pero hay algo que debe subrayarse: el capitalismo moderno es una ingente maquinaria puesta al servicio del embrutecimiento colectivo. Nadie está a salvo de sus sutiles técnicas de publicidad psicologizada, pero se ceba con más virulencia en la clase trabajadora porque no sólo la condena a un destino de incertidumbre existencial, además la aleja de toda capacidad crítica al envolverla en una multitud de distracciones absurdas. Una sociedad construida con estos mimbres es, sin duda, una sociedad fracasada.

¿Hay solución? La hay. Hemos de imaginar una ciudad que ofrezca espacios suficientes para que los niños jueguen al aire libre. Hemos de imaginar cómo viviríamos los adultos sin la corrupción, sin televisor y sin tanta prepotencia. Hemos de imaginar que el otro no es un adversario, sino un vecino. Hemos de imaginar que no hay libertad sin límites. Tenemos que imaginarlo y tenemos que quererlo.        

 

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