Conocí a José
Porras Naranjo en el año 1994. Por aquel entonces él ocupaba el cargo de
secretario comarcal de la FSP-UGT y yo era un licenciado de 24 años que había
estudiado Derecho sin apenas vocación y que andaba tan despistado en el
mundillo de los juzgados como un gato siamés en el polo Norte. El sindicato
necesitaba cubrir la vacante de asesor jurídico y Porras me ofreció el envite.
Acepté. Corría el mes de febrero y apenas unos meses más tarde tuvo lugar la
primera de una imparable cascada de reformas del Estatuto de Trabajadores, esta
vez a consecuencia de la crisis de 1992.
Mucho hemos
cambiado los demás desde entonces. De hecho nada es igual, excepto esa carrera
alocada que nos persigue y que tiene un fin exclusivo: socavar los derechos de
los trabajadores (vale decir, del ciudadano medio) y barrer de un plumazo lo
que costó siglos conquistar y llevar a la ley positiva.
Sin embargo,
aun a pesar de la vorágine Porras parece situarse en otra dimensión, sin duda
más real, como a resguardo de la deriva ultraliberal en cuya trampa todos hemos
caído en alguna medida. Él es sindicalista por convicción y lo demuestra en el
tajo, donde debe hacerse, cada vez que los trabajadores, especialmente los del
sector público, se ven obligados a soportar la nefasta gestión de algunos
políticos más preocupados por sus canonigias que por la dignidad del empleo y
del servicio en las Administraciones Públicas.
Y es que
dignidad es la palabra clave cuando se hace mención a Porras Naranjo. ¿O acaso
hay otro nombre que designe la lucha sin cuartel, fatigosa, ingrata, que viene
librando a favor de los trabajadores del ayuntamiento de La Línea? Incluso un
brazo partido en una carga policial ha sido parte del precio que ha debido
pagar en el empeño.
Van quedando
pocos sindicalistas como Porras Naranjo. Me refiero a la estirpe que creció
durante el franquismo y que vivió la Transición y los sucesivos gobiernos
democráticos manteniendo intacta una sola idea: no retroceder un milímetro ante
las campañas de desprestigio que se ceban contra los sindicatos y sus líderes,
y alzar el puño si fuera preciso para que no se prostituya la conciencia de
clase, más que nunca tan olvidada y, sin embargo, más que nunca tan imprescindible.
Hace ya algún
tiempo que perdí el respeto por los ídolos. Incluyo en esta deliberada apostasía
a los sindicalistas de salón: nunca dan la cara cuando se les necesita. Apenas
amagan. Mi fe en el sistema padece una enorme falla que en el fondo agradezco,
pues se alcanza la madurez suficiente para advertir que la idolatría es la
forma suavizada, moderna, de la esclavitud de pensamiento y voluntad.
Pero confieso que en mitad de ese desierto de creencias aún despunta mi admiración personal por Porras Naranjo. Alcaldes, concejales, diputados y gobernantes de diversa laya y condición van pasando por nuestra vida como un carrusel que carece de música alegre. Sin embargo, tipos humildes y curtidos en mil experiencias como Porras Naranjo nos recuerdan la esencia del compromiso que nunca debimos olvidar: somos trabajadores; por tanto hemos de ganarnos el respeto a fuerza de batallar.
Pero confieso que en mitad de ese desierto de creencias aún despunta mi admiración personal por Porras Naranjo. Alcaldes, concejales, diputados y gobernantes de diversa laya y condición van pasando por nuestra vida como un carrusel que carece de música alegre. Sin embargo, tipos humildes y curtidos en mil experiencias como Porras Naranjo nos recuerdan la esencia del compromiso que nunca debimos olvidar: somos trabajadores; por tanto hemos de ganarnos el respeto a fuerza de batallar.
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