Y uno reflexiona
sobre lo que está ocurriendo. Y no hay más remedio que llegar a una conclusión:
es preciso que la democracia vuelva a retomar el pulso de la historia y ponga
freno al sistema capitalista.
Es cierto que en su versión original la democracia coincidió en el tiempo con la revolución industrial y la primera fase del sistema capitalista. De hecho, el capitalismo hubiera sido impensable sin un cuerpo jurídico que, fruto de una revolución, cambió el trono de los reyes absolutistas por el de la propiedad privada, la libertad individual y, fruto de ambas, la economía de libre mercado.
Pero cumplido ya
el primer decenio del siglo XXI resulta intolerable que la convivencia
económica haya sufrido un retroceso a las esencias ideológicas de principios
del siglo XIX. Por tanto, es el momento de otra política. Si algo está poniendo
de manifiesto la crisis (y dramáticamente) es la necedad y la inoperancia en
que ha caído la política en cuanto estrategia encaminada a hacer posible la
conjugación de la iniciativa individual con las necesidades sociales, vector primordial
que guió la reconstrucción de EE.UU tras el crack de 1929 y de las sociedades europeas
posteriores al horror de dos guerras mundiales.
Mucho habría que
decir acerca de las razones que explicarían esa mezcolanza de oratoria hueca,
ineptitud, vedetismo y desdoro que en nuestros días ha invadido, como una viremia, el
ejercicio del poder. Pero hay dos datos objetivos que, aunque obvios, resulta
atinado recordar: los líderes políticos surgen de sustrato social, pero es el
sustrato social el que, condicionado por complejas técnicas de publicidad y
propaganda psicologizadas, los encumbra y soporta sus decisiones.
El problema
consiste en que a medida que en el hombre medio se acrecienta el miedo, la
ignorancia y el populismo (en suma, a medida que se embrutece), peores son sus
representantes públicos y, en consecuencia, la política abandona su auténtica
vocación de servicio público para arrojarse a los brazos de intereses
corporativos ajenos, cuando no radicalmente contrarios, al bienestar social.
Lo que hoy
estamos viviendo se traduce en un alarmante empobrecimiento, incluso de orden
psicológico, de estadistas y gobernantes. Pero este peligroso déficit de
capacitación para manejar los asuntos públicos -concernientes a todos- a su vez
constituye el reflejo de un entramado social que había caído en la trampa de la
satisfacción desmedida de los deseos, haciendo dejación de su capacidad crítica
y dando por supuesto, no sin cierto infantilismo, que la democracia nunca se
agrieta por su flanco más débil: la estabilidad económica, el reparto de la
riqueza del planeta, ya de por sí limitada.
Así pues, de un
lado tenemos a políticos demagogos, y de otro a un pueblo que ha sido cautivado por
un sistema de convivencia que apenas garantiza no ya el libre desarrollo de la
personalidad individual, sino el mantenimiento del sustento material en
condiciones razonables. Digámoslo entonces tal cual es: la democracia avanzada
a la que, por ejemplo, alude el Preámbulo de nuestra Constitución es hoy día
una ilusión en el sentido más peyorativo del término: una falacia, una
irrealidad.
La iniciativa
individual es una regla de oro del existir humano. Impulsa la creatividad, el
conocimiento, la resolución de ánimo. Pero una cosa es la iniciativa individual
en el mundo de los negocios y otra absolutamente distinta el que muchos deban
soportar, probablemente durante toda la vida, el proceder egoísta de unos
pocos.
El Estado
democrático era el llamado a vigilar que no se rompiera ese sutil equilibro entre
iniciativa individual y necesidades compartidas. Digámoslo entonces tal cual
es: el Estado (y sus formas surpranacionales) está fracasando en la única tarea
noble que legitima su existencia.
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