3/7/11

LA PRINCESA Y EL MAMARRACHO

Cuando no hay sentimientos auténticos, toda manifestación de amor se convierte en un acto de cinismo. Si hay un territorio donde lo patético reina a sus anchas, es el del amor fingido, interesado, impuesto. Decía Eric Fromm que al amor se le reconoce por sus frutos. Y Shakespeare, en la célebre "Romeo y Julieta", sentenciaba: "Gentil es el amor en la apariencia, y cruel y tirano en la prueba".

El sábado, ya de madrugada, vi por casualidad las imágenes de la boda católica del príncipe Alberto II de Mónaco y la nadadora sudafricana Charlene Wittstock. Entre tanto boato y ceremonia, entre tanta vestimenta lujosa y poses atildadas, no pude evitar reparar en el beso que se dieron los contrayentes tras la toma de consentimiento. Un beso frío como la celda de un monje, impostado por el artificio, tremebundo en la emoción. Sobre todo por parte de ese novio áulico con cara de gamberro.

Mónaco es una de esas reliquias que la vieja Europa conserva entre los trofeos que adornan sus vitrinas. Referencia obligada del glamour, de los casinos exclusivos para hiper-millonarios y de los escándalos, tragedias y podredumbres que se gestan en el seno de la dinastía Grimaldi, esta ínfima ciudad-estado bañada por las aguas de la Costa Azul nunca se introduce en los medios de comunicación para dar una noticia, no ya agradable, sino digerible. Catalogado por el Fondo Monetario Internacional como paraíso fiscal, beneficiario de políticas comunitarias sin asumir las cargas, Mónaco, en su vertiente política, es cualquier cosa menos un modelo a seguir.

Pero volvamos al beso del casorio principesco. Sobre la blancura de los ropajes que ataviaban a los novios –ella de estricta pero hermosa seda virginal, él de ¿apuesto? soldado sin mácula en las uñas-, se infiltraron las muecas pesarosas, la rigidez de los cuerpos, que nunca mienten aunque nos empeñemos en aparentar. Había tristeza atravesando las miradas y agobio disimulado en la impostura. No fue un acto de fe. Ni siquiera fue un acto de mutuo respeto. Fue el drama humano elevado a categoría de espectáculo rosáceo.

Captaron mi atención, singularmente, esos labios fruncidos del principito. Eran como cuchillos que, a hurtadillas, seguros de la posesión que a un tiempo adquieren y repudian, vinieran a sajar la dócil boca femenina. No eran labios cariñosos. No eran labios donde reposar. Hay que huir de estos besos mentirosos, reprimidos, y me temo que los planes de fuga-ruptura de la bella Charlene aún no han escrito el capítulo definitivo.

¿Qué prueban las nupcias monaguescas? ¿De qué dolencia resultan ser un síntoma palpable? Prueban que nuestra época, aunque todo se banalice como consecuencia de la masificación de los usos democráticos, aún gusta de relamerse en estos contrastes suntuosos que la tradición reserva a cal y canto al gozo de élites celosas de privilegios ancestrales, pero deseosas de exhibir sus miserias. Es el alimento propicio para espíritus incultos, dichosos de la incultura porque no conocen otra cosa. ¿Y el síntoma? Según he oído parlotear en los mentideros, a Mónaco le sobran posibles herederos al trono de la opulencia y le faltan príncipes honorables.

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