20/5/11

Y LOS CUARENTA LADRONES

Pertenezco a una generación caída en el olvido voluntario. Éramos párvulos cuando murió el dictador, padre de nuestros padres. Fue como si hubiera muerto el dios de la patria y del hogar. Y crecimos viendo crecer la democracia, hablando de política con profesores que sentían vocación por la palabra enseñar. Pues sabían que sólo puede enseñarse mediante la palabra que acude a romper silencios, represiones.
Tuvimos una educación sexual más biológica que sensitiva. Los chicos, a escondidas, nos embelesábamos ante nuestra genuina iconografía: los desnudos de las revistas cuyas cabeceras se hicieron célebres. Y las chicas comenzaban a disfrutar de su cuerpo sin servidumbres.Aprendimos a leer con “mi mamá me mima”. Y leímos a García Márquez, Lorca y Neruda. Las becas y el esfuerzo familiar propiciaron el acceso en la universidad. Las aulas, coto reservado para los hijos de los hijos de las clases adineradas, de repente se atestaron de provincianos. Latía un mensaje implícito de nuestros padres: “No seáis como nosotros, asalariados malvivientes en la fatiga; queremos daros la oportunidad que la generación de la guerra y de la escasez no tuvo”. Aquello resumía la dramática historia de un país, algo difícil de digerir.Tanto como tragarse la piel de toro tras el desuello y no sentir arcadas.
Han pasado los años, inútiles, diría Borges recordando el ocioso puñal guardado en un cajón sin nadie que lo empuñe.Vinieron cabalgando los cuarenta ladrones y, por conjuro invisible, la generación llamada al relevo natural siente como propio el desengaño político, laboral y emotivo. El despertar de la resaca trajo algo de luz: habían sucumbido los símbolos idolátricos que fuimos interiorizando igual que un alimento. Logos de ideologías, proclamas reivindicativas y pactos matrimoniales para toda la vida se han borrado de nuestra memoria como sólo puede hacerlo el primer amor frustrado: con intenso dolor. Lo místico se hizo de carne y hueso. La madurez, la auténtica compañera de viaje. Y los sueños, realidad. Lo cual implica que nunca se cumplieron. De ahí que nos cuidemos de regalar nuestra sonrisa y fidelidad a quien no las merece.
Pero tenemos el derecho de evocar -y ay de quien lo conculque- a los que, antecediéndonos en época y condición, dieron sus fuerzas para que ahora podamos expresarnos libremente, sin convertir el pensamiento ni las emociones en miserable suplantación. Por eso miramos alrededor y nos preguntamos: ¿qué fueron de los ideales? ¿De este modo tan raquítico debían funcionar las cosas? Y dudamos entre la sublevación o el bostezo en la trinchera de lo rutinario, que es otra forma de quejarse pero más relajada. La vida es así de dura. Se llama salto generacional, propulsión que mueve la historia dejando por el camino un caudal de equis sin despejar. Y a nosotros, como a todos, nos vino largo el trance vertiginoso. Mas lo prometo: sentimos hastío ante el hecho de que haya cundido el virus de la desidia, del empobrecimiento intelectual, del narcisismo colectivo, de las ambiciones disfrazadas de sutilidad. El virus del aislamiento y de lo vulgar que ha licuado los valores netamente humanos, la gestión de lo público y lo privado, las ganas de gritar basta.
Hambre no hemos sufrido, vestimos a la moda, incluso algunos hacemos gala de cierta oratoria. Pero en nada creemos ya. Salvo en los cuarenta ladrones que cargamos a cuestas sin diamantes en los turbantes, ni huríes sensuales que los aguarden a las puertas de los cielos. Y no podemos responsabilizar a nadie de este vacío, rara mezcla de pan agujereado que rebosa aceite y azúcar, y vino de reserva. Una mixtura de copla andaluza con los acordes de las sinfonías de Mozart. Un enlace perdido entre un libro arrugado y la luz cristalina que derraman las pantallas anoxéricas de las computadoras. Sin embargo, tranquilidad: las noches aún no han roto todos sus encantos, sus promesas. Y todas las promesas, mientras auténticas, son los únicos tesoros. Nuestro precioso patrimonio.

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