20/5/11

MARX INACABADO

Karl Marx fue el primer pensador de la economía, de la sociología, de la cultura, que denunció en términos filosóficos los estragos que genera el capitalismo extremo. Las clases sociales más desfavorecidas han avanzado mucho desde entonces. Tanto, que la mayor parte de sus integrantes han dimitido de los ideales marxistas. Sus hijos apenas saben qué implican. Los partidos políticos de izquierda, tampoco. Carecen ya de esta memoria histórica. La jaula del bienestar que vendía el capitalismo costaba un alto precio. Y se ha pagado con intereses. Pero ahora el bienestar sufre una grieta inmensa y tal vez sea un buen momento para preguntarse por el Marx inacabado. Lo digo en serio. Tan en serio que me niego a que su pensamiento se identifique con las crueles pantomimas de Cuba o la extinta Unión Soviética. Por ahí no paso.
Marx no se basa en el reparto de la riqueza. Este es el postulado de la social-democracia que triunfó tras la II Guerra Mundial y que en nuestro tiempo, lánguidamente, agoniza. Su preocupación era cómo hacer posible que la riqueza no tenga dueño. Nos advierte de los peligros de elevar la propiedad privada de lo productivo al centro angular de la existencia. Nos advierte de la locura de convertirla en tótem y, en consecuencia, de transformarnos en mercancía. Se trata de un pensamiento tan radical que Occidente, cuna del individualismo, no lo acepta: nuestra herencia ideológica liga al individuo a un exagerado sentido de la pertenencia. Y cuando a ese afán se le da la vuelta, se perciben en sus oscuridades los latidos del corazón del egoísmo, la forma más injusta de obligar a vivir a los demás. ¿O no es egoísmo sutil apropiarse del trabajo de otro? Pues el ser humano es, en esencia, trabajo, esfuerzo. Lucha por sobrevivir y luego gozar. Si le despojas de este derecho vital, si lo falseas, ¿qué le dejamos? La necesidad económica de todos se transmuta en el objeto que ambicionan controlar unos pocos. Y aparece la carestía. El paro forzoso, las guerras, las hambrunas, los genocidios, incluso la incomprensión del auténtico amor, hallan aquí su esencia: son consecuencia directa de la explotación del ser humano y de los recursos por otro ser humano. Crece así la simiente del sufrimiento global. Desde hace siglos viene germinando. Sin parar.
Marx erró al considerar la dictadura del proletariado el último estadio de la evolución. Ninguna forma de absolutismo merece este honor improbable. Pero en su obra intelectual hay un principio básico que rechaza los reproches: una organización de la convivencia que ignora el modo de conjugar las fuerzas, necesidades y potencialidades de los individuos con el medio natural y social en que éstos han de desenvolverse, está condenada a padecer convulsiones cíclicas calamitosas. Nuestra civilización impide que cada persona disfrute en paz de su porvenir. No digo que Marx encarne la felicidad terrenal. Qué tontería. Digo tan solo que ningún hombre o mujer nace siervo de un semejante. Digo que el sistema capitalista ha tenido la audacia de ir cediendo lo conveniente hasta lograr que la servidumbre, instrumento de su perpetuidad, parezca poco reconocible. La presión de la historia le obligaba a envolver la vida en fórmulas jurídicas que garantizan derechos y calan en lo emotivo, pero dejó intacto el núcleo duro de la cuestión: "Hago de tu trabajo tu medio de subsistencia, pero has de saber que le pertenece a otro más poderoso que tú. Pactaremos lo que gustes, pero esta carta no se canjea. Ni soñando." ¿Cuál ha sido el resultado? El capitalismo se reserva el derecho de negar el derecho al trabajo. A partir de aquí, atacar a lo vulnerable resulta fácil: "Me apropio de tu trabajo; a cambio, contempla cuántas cosas puedes comprar (alimentos, salud, un hogar, un libro, ocio), cuando yo decida que tendrás trabajo".
Marx proponía tal revolución de las ideas que su destino no pudo ser otro que el olvido. Pues socializando la propiedad productiva, en el fondo pretendía eliminar de nuestro acervo cultural el deseo de dominación, para reemplazarlo por la modestia. Todavía no estamos preparados para tan noble renuncia. Así nos va.

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