20/5/11

HAITI

No había podido enfrentarme al desastre ocurrido en Haití. Ahora escribo de madrugada, la voz de Lisa Gerrard a través de los auriculares, un par de cigarrillos que se queman ahogados en sus propias cenizas. Y tristeza encapsulándome el alma. Y un impulso por dejar constancia de lo que he sentido.
Es curioso. Las imágenes digitalizadas del televisor muestran el drama tan coloreado y nítido, tan transparencial, que casi parece irrealidad. De hecho lo es cuando, abrumado, pulsas levemente el mando a distancia y el espanto se transforma en una sombra, en un flash penetrante que decae como la bala mortífera y certera alojada en el cuerpo; tan fugaz e intenso como el beso de los desesperados.
Al igual que mis recuerdos de los niños nubios con las bocas comidas por las moscas, de los soldados israelíes aplastando con piedras los brazos de un palestino, de los ejecutivos y trabajadores arrojándose al vacío de Nueva York por las ventanas herméticas de las Torres Gemelas en llamas, el recorrido televisivo por Haití difícilmente se borrará de mi memoria. El horror cebándose con los más necesitados y la locura de un mundo tan cruel y tan distante siguen provocándome una insoportable mezcla de dolor, repulsa e impotencia.
Marx subrayó la importancia decisiva de los aspectos sociales. Vio con preclaridad de filósofo la devastación que genera el capitalismo político, colonial y económico llevado a sus extremos. Los seres humanos, desde siempre, hemos emprendido una lucha desigual contra la naturaleza, para dominarla y que no nos mate. Se llama supervivencia. Y tanto aprendimos, que hicimos negocio con la propia naturaleza, con los medios para controlarla y con los demás seres humanos. Convertimos la necesidad, la propia y la ajena, en operación comercial. Y el comercio, cuando se aprovecha de la necesidad a la que ha de servir, muta como un virus letal. El virus de la acumulación de riqueza. Claustrofóbico en su ideología del lucro, obsesivo y egoísta, el comercio se olvida del hambre y de las carencias vitales que sufren los otros. Algunos, muchos, precisamos traerlo con nosotros -el olvido, me refiero- porque el sufrimiento requiere un límite, pues hemos de seguir aquí. Algunos, muchos, los que podrían acabar con las lacras, no es que olviden; es que no sienten por puro mecanicismo. Les da igual la indignidad devorando a otros seres humanos.
Riqueza no hay en Haití. Si la hay, a nadie le interesa que se vea por televisión. Pero una crónica de radio, en la maraña informativa, desliza el dato que va alertando mis sentidos: la ayuda humanitaria llegó primero, por milagro, al barrio rico de Puerto Príncipe. Un periodista le preguntó a uno de sus acomodados moradores qué estaba haciendo por sus vecinos más pobres. Contestó, con la conciencia muy tranquila, que pensaba sufragar los gastos del entierro de sus mayordomos.
Estos contrastes tan irracionales, se me ocurre, son la radiografía de un mundo enfermo. Siempre lo ha estado. Miras de lejos la historia y constatas, con resignación de científico, que el mundo es todavía un lugar extraño. Tan hermoso y tan inhumano.
¿Puedo apuntarme como voluntario y viajar al centro mismo de la desolación? Claro que puedo, pero, ¿quién trabajará por mí y pagará la hipoteca? ¿Puedo hacer una aportación económica? Seguro, pero el banco cobra una comisión y me abate la sospecha del fraude. ¿Puedo exigir de mi gobierno más ayuda al desarrollo? Es una exigencia legítima, ¿pero cómo obligarle, si en mi ciudad también malviven personas necesitadas, aunque yo no las vea?
Lisa Gerrard siempre tuvo una voz profunda y doliente. Voz de elegía. Cae la noche, un poco inquietante por los avatares y rutinas del día. Nadie como ella para ponerle música a los labios de Perséfone, hija de dioses forzada a morar en las grutas del infierno. Pero Hades, el rey de ultratumba que se enamoró de su belleza, le permite ascender cada cierto tiempo, cíclicamente, inexorablemente, para estar entre los vivos. ¿Qué traerá consigo de sus viajes, la solitaria y afligida Perséfone?

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