20/5/11

VIEJO ARMARIO SIN FONDO

El 8 de febrero de 2008 fue un día extraño. Por aquel entonces ocupaba el cargo de Secretario de Organización del PSOE en Algeciras. El partido preparaba el mitín que Zapatero iba a dar aquella noche en las instalaciones del polideportivo cubierto. Confieso que apenas asumí labores de intendencia. Otros compañeros, más experimentados que yo, se hicieron cargo de esta tarea que siempre queda entre bambalinas, huérfana de reconocimientos y aplausos en público. Hicieron bien el trabajo de trastienda.
Zapatero ejerció de líder gubernamental en proceso de consolidación. Se presentó ante el auditorio expectante como defensor del valor de la pluralidad y mecenas de una actitud (tener talante) que las técnicas psicologizadas de la campaña electoral anterior habían erigido en categoría, menos profunda, más luminosa, de lema. Tal vez nadie dudó de que estaba dotado de frescura conciliadora, pero su escenificación ante el innovador atril -una enorme Z color carmesí con el eslogan “Motivos para creer”-, parecía precalculada, casi en el límite de la teatralidad, cosa frecuente en políticos y en las ocasiones en que un líder, de la naturaleza que sea, tiene oportunidad de exhibir figura y oratoria ante la masa que le aclama.
El PSOE ya había desalojado al PP de La Moncloa y devuelto la ilusión a los votantes de centro-izquierda tras la ausencia irreparable que había dejado tras de sí el estadista Felipe González. La historia de las organizaciones políticas se salpica de nombres ilustres que por extraña conjunción de coyuntura y personalidad rezan en las páginas de los anales, y de otros menos aclamados cuyo destino es la confusión en el anonimato colectivo. Esta disparidad es un fenómeno complejo, pero aceptado. Sucede igual en los obituarios, las enciclopedias y los concursos de misses. Al fin y al cabo, constituye un reflejo transparente de la vida real.
Eran aquéllos tiempos de bonanza económica, de cierto optimismo grupal y de tensiones en lo estrictamente íntimo, menos confusas que ahora, lo reconozco; quizás por esta razón, también menos dolorosas y conscientes. No recuerdo si almorcé solo o en compañía de algún amigo. Lucía el sol y a la hora del café me senté bajo la marquesina de una cafetería cercana al polideportivo. Una joven pareja conversaba en la mesa de al lado, aparentemente ajena al acontecimiento que en pocas horas daría comienzo.
Ella quería ser actriz. La vocación le brillaba en los ojos, en los gestos, en el nervio vivo que había en sus palabras. Su hermosura carecía de calificación. No tenía la belleza artificiosa de los anuncios de gel corporal o lociones de juventud. Su belleza, más allá de la atracción física o sensualidad que podamos encontrar en un ser extraño al que oyes hablar de cerca, era esa pasión por la interpretación de vidas ajenas escritas en un papel que sólo cobran aliento sobre los escenarios, en simbiosis con un guión que siempre proviene de la realidad, sea para reflejarla fielmente, para manipularla o para huir de ella. ¿Qué habrá detrás de querer ser otro? ¿Qué impulso compele a suplantar el yo real por el yo de un personaje de ficción? ¿Realmente se trata de un personaje de ficción? ¿Qué afán de exhibición o expresividad nos mueve a algunos, incapaces de vivir sin mostrar a los demás la rareza que, por no hallar mejor nomenclatura, llamamos arte?
Había superado las pruebas de un casting, pero la compañía de teatro no le prometía sueldo alguno, tan solo la oportunidad de actuar en sustitución de una compañera cuando por algún motivo se cayera del cartel. ¿Suplantación de la suplantación de la suplantación? Queremos ser lo que somos y la terca realidad se resiste como un animal herido de muerte, obligándonos a ser otro. André Gorz lo expresó con palabras más certeras que las mías en un párrafo que cuesta olvidar: “La realidad venida a nuestras intenciones inocentes nos ha llevado a ser aquello que no queríamos.”
Él la escuchaba atento y como sigiloso. Apenas intervenía en la conversación. Rostro enjuto, cabello rasurado, barba casi lampiña. Pulseras de cuero atadas a las muñecas, pupilas claras. Tal vez un tatuaje, no recuerdo. Apenas había movimientos. Se limitaba a mirarla a ella, a alargar el brazo para tomar el vaso y traerlo hasta sus labios. Nada más. Sólo escuchaba. Aquel silencio suyo tan prudente prolongaba la exposición apasionada de su pareja.
Ignoro la razón de porqué acontecen sortilegios, coincidencias inverosímiles que, sin embargo, abren brechas inmensas en nuestra capacidad de entendimiento. O quizá no existe la casualidad, como afirmaba Jung. Todo tiene un porqué aguardando su desciframiento, aunque impedido por nuestras limitaciones. Quizá la intuición es una fuerza más poderosa de lo que estamos dispuestos a aceptar en tanto que confirma nuestras sospechas y nos desafía a presentir las debilidades sin más armas que el aguante de la decepción que nos rodea, también de la que sobreviene desde dentro.
En aquella época yo era lector voraz de la obra de Alice Miller. En lo que conozco, nadie como esta psicoanalista que renegó de Freud ha enfatizado tanto que las raíces de la violencia, la neurosis y aun de ciertas enfermedades somáticas han de hallarse en la situación de nuestra crianza más temprana, especialmente en el trato recibido de los padres, en su carencia de afecto. Nadie como ella ha hecho una llamada de atención tan dura y realista contra la lacra que arrastra la historia humana como consecuencia de nuestra irresponsabilidad a la hora de decidir que al mundo venga un hijo, sin preocuparnos de ser enteramente conscientes de lo que este milagro implica: amor previo entre los progenitores, amor en la humanidad. Miller es tajante; nos advierte que el milagro puede mutilarse dado que creemos que siendo todavía pequeños podemos soportarlo todo: un chupete rociado con cocaína, una quemadura de brasa de cigarrillo en los genitales o la frialdad sutil, cruel incluso, de nuestros cuidadores. Nada constituye mayor ignorancia de lo que en su delicada raigambre significa el amor.
¿Sortilegio? ¿Intuición? ¿Causalidad en lugar de casualidad? Antes de ir a la cafetería, para matar el tiempo acudí a la sección de librería del centro comercial próximo al pabellón polideportivo. No sé qué buscaba entre los estantes cargados de volúmenes. Estaban depositados allí como una más de las muchas reliquias fruitivas que nos brindan los templos erigidos al dios del hiperconsumo, sin más abrigo que la melodía bulliciosa y destemplada que caía desde el hilo musical. Muchas veces resulta opresiva la atmósfera acomodaticia de las grandes superficies, con su estructura morfológica pensada para recrear ambientes sin barreras, como un edén a la intemperie, y con su endiablada profusión de mercancías inertes puestas a disposición de nuestras tarjetas de crédito. El dinero plastificado volatilizó el papel-moneda instaurando vínculos imperceptibles con la compra compulsiva. La idea de “tener” nos permea gota a gota. Nos modela. Nos hace. Nos deshace. Un gran centro comercial es un vacío de cosas que no respiran, sometidas a un precio que suele engañar sobre su auténtico valor, si es lo que tienen. Los libros, si en nuestras manos no son más que meros productos de consumo, también se impregnan de esta contaminación invisible.
Supongo que buscaba respuestas. Siempre las he buscado en los libros, como si fueran vectores de las experiencias vitales que me faltan o no me atrevo a vivir directamente. Leía fugazmente las solapas, desechaba título y autor, indagaba otra vez. Y entonces me topé con “La fuerza de existir: manifiesto hedonista”, de Michel Onfray. El prefacio, que lleva por título “Autorretrato del Niño”, empieza con esta línea rotunda, atormentada:
“Fallecí a la edad de diez años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daba ganas de vivir eternamente.”
Con la lucidez que sólo proporciona el sufrimiento tamizado a través del esfuerzo de superarlo mediante el ejercicio de la razón, Onfray toma el pincel de los amargos recuerdos de su infancia y nos muestra un lienzo pleno de angustia y soledad de modo tan sincero e impactante, que el lector poco avezado en estas cuestiones puede experimentar un profundo rechazo. Mucho habría que decir al respecto de esta zozobra vivenciada a través de los sucesos que pertenecen a la biografía de otros. El autor enfrentado a su historia personal, única, la inclemente exposición de una existencia vulnerada que se truncó demasiado pronto y que hubo de reconstruirse aceptando con impotencia la imposibilidad de modificar su origen fatal, pueden ser entonces agudas proyecciones de un pasado que nos dolió, llamadas de auxilio desatendidas o reprimidas, hundidas en el devenir de los años, olvidadas en la ardua tarea de sobrevivir y, sin embargo, determinantes de nuestra conducta de adultos.
Pero es necesario este recorrido lacerante por los primeros años que contiene el prefacio, pues de otro modo nunca comprenderíamos los postulados hedonistas que “La fuerza de existir” propone después a quién esté preparado para asumir que el desarrollo de la vida humana siempre pende de un hilo quebradizo debido a la escasa inteligencia emocional que hemos heredado, y que debemos negarnos a trasmitir a los demás. Pues carecemos todavía de los instrumentos culturales suficientes para garantizar que el progreso humano no acabe devorando al propio ser humano. Ahora, en nuestra época, vamos precisando una difícil labor de introspección que muy pocas personas se predisponen a tolerar. Esta labor, con frecuencia, empieza por la niñez. Onfray la acomete.
A los alrededores de la cafetería fueron llegando autobuses fletados expresamente para que la militancia de la comarca asistiera el evento. Nunca antes de aquel día había venido al Campo de Gibraltar un presidente de gobierno en campaña electoral. Yo ojeaba el libro mientras la aspirante a actriz proseguía su monólogo. Mi atención era un balanceo constante, difuso, entre el acto político al que tenía que asistir y la presencia de aquella mujer joven que exponía sus anhelos vocacionales con tanta energía.
Desde la primera línea presentí la huella letal de Alice Miller. En realidad, el mensaje demoledor de la psicoanalista se filtraba por el aire, manifestándose con toda crudeza a través de las palabras impresas de Onfray. Un avance en la lectura lo confirmó. Dice Onfray de sus diez años, descarnadamente: “Mi martirio, en ese entonces, es mi madre.”
Es aquí donde la mano secreta de Alice Miller parece detenerse; pero tras el amago da un giro radical a la tuerca. Es aquí donde debemos preguntarnos qué le había sucedido a aquella madre en su propia vida para que su hijo expresara de ella la impronta de semejante trauma. Onfray lo desvela: “Es probable que mi madre haya fantaseado demasiado con otra vida para evitar vivir realmente la suya, al igual que una gran cantidad de mujeres a las que se les enseña la pulsión bovarista como segunda naturaleza. Golpeada, detestada y abandonada por una madre borrosa, ubicada en familias pagadas por la asistencia pública, donde la explotaron, maltrataron y humillaron, debió de ver el matrimonio como la posibilidad de acabar con aquella pesadilla. Ahora bien, el anillo de boda no cambió nada en una vida escrita años atrás, en particular marcada por el día en que, justo después de su nacimiento, la depositaron en una canasta en la puerta de una iglesia. Nadie se recupera del rechazo de su madre; menos aún cuando convertida en madre rechaza a su vez a su propio hijo. Ni el marido ni los hijos ni la familia brindan al sujeto herido lo que le permitiría un cambio dentro de sí. ¿Cómo podía vivir mi madre serenamente con esa herida que sangraba desde aquel día en el portal de la iglesia? Para sanar, es necesario ante todo tener un diagnóstico y aceptarlo.”
La infusión que estaba tomando se había quedado helada en la taza, a medio terminar. Cerré el libro. La hora del mitin se acercaba. Era el momento de marcharse. Saqué unas monedas. Y entonces ella hizo la pregunta que yo no esperaba. Su voz, tras un incómodo silencio, había cambiado de inflexión. Se había endurecido. La pasión estaba cansada, ausente. Fue el enojo quien lanzó aquella pregunta repentina: “¿Por qué no dices nada?”
Retrasé mi marcha. El libro de Onfray sobre el velador. Los aledaños del polideportivo ocupados por los autobuses. Necesitaba oír la respuesta del muchacho a la llamada de atención que acababa de recibir. En el rato que estuve al lado de aquella pareja desconocida había notado una cierta descompensación de actitudes. ¿De talantes? Las ansias de ella. La prudencia o timidez de él.
Las hemerotecas registran trozos y destrozos de la realidad. Cada vez más. Y a velocidad de hiperespacio se abren en la pantalla del ordenador, como un viejo armario sin fondo. Las cosas han cambiado tanto desde entonces... El puzzle aún carece de todas la piezas, pero un encuentro, una fotografía, un discurso ya no son lo que fueron, o parecían ser. La memoria se desvanece en un mundo construido a semejanza de la renovación sistemática, de la adaptación forzada. Un mundo ciego que sin condición alguna se entrega a la conmutación de la novedad por otra novedad más perentoria. Es el fruto atropellado, veleidoso, cosificador, de la dialéctica del “tener”. Tengo trabajo, tengo dinero, tengo un automóvil último modelo, tengo una casa, tengo un hijo… Sin darnos cuenta de que “somos” vida y de que son imprescindibles los puntos fijos, la formación de una identidad que no se halle al albur de las modas camaleónicas, las ideologías prefabricadas o los caprichos. Son necesarios los lugares íntimos de referencia; es esencial poder vivir formando parte de una cultura activa que no asfixie, pues si ambos resortes se quiebran ¿qué somos?, ¿qué tenemos?, ¿cuál es nuestro rumbo?
Zapatero nos entusiasmó. Reconoció que todos los gobiernos tienen momentos buenos y menos buenos de la economía, pero matizó que lo importante era ver cómo se responde. Abonó esta afirmación recordando que con los gobiernos del PP habíamos padecido el decretazo, el camino al despido libre y el peligro de suprimir el Plan de Empleo de Andalucía, mientras que su gobierno había firmado multitud de acuerdos sociales, trabajado por el empleo estable y por subir las prestaciones públicas. Y añadió: “Así lo haremos en la próxima legislatura ante cualquier situación económica”.
La infancia de Onfray, a partir de los diez años, transcurre en un hospicio regentado por la orden saleasiana, donde su madre decide ingresarlo. El padre, incapaz de enfrentarse a la madre, guarda silencio y se aviene dócil. Dice Onfray: “La historia del ser se escribe allí, con esa tinta existencial y esa carne que se oculta, ese cuerpo que aprende como un animal la soledad, el abandono, el aislamiento, el fin del mundo… Apartado de las costumbres, los rituales, las caras conocidas y los lugares íntimos, me encuentro solo en el universo, experimentando el infinito pascaliano y el vértigo que le sigue. Vórtice del alma y de los modos de sentir. He muerto allí, ese día, en ese momento. Como fuere, el niño en mí ha muerto y de golpe me he convertido en adulto. Luego ya nada me dará miedo, no temo nada más devastador.”
Aún recuerdo la respuesta. Elaborada, como corresponde al discernimiento frente a los torrentes de la pasión. Sincera, como se espera de tu fiel amante. ¿Equivocada, por apegarse tanto a la realidad? Él dijo: “Me parece bien que te dediques a lo que te gusta, pero no veo lógico que no te paguen.”
El libro de Onfray comienza mucho antes del prefacio que leí aquella tarde. Hay al principio de las páginas una dedicatoria solitaria que recapitula una vida. Tal vez todas nuestras vidas. Hay una dedicatoria imposible de entender si no te adentras hasta el final para, tras el trance, tomar el camino de regreso con los lazos desprendidos, liberado del dolor cicatrizante que aconteció en el pasado, cuando éramos inocencia y debilidad. Pocas palabras. Todo un sentido. Dice la dedicatoria: “A mi madre, recobrada.” Pues los seres humanos no podemos dar pureza, ni exigirla de los otros como si se tratara de un ideal. Sólo podemos dar y recibir amor. No sabemos hacer otra cosa y aún no la hemos aprendido.

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