23/5/11

¿HA MUERTO LA SOCIALDEMOCRACIA?

El fundamento filosófico de las pujantes democracias liberales fue el racionalismo mecanicista de Descartes y Kant. Su consecuencia, hoy día, es la pérdida del ser, entendiendo por tal al hombre/mujer concreto que viene al mundo ignorando que deberá enajenar su capacidad de trabajo para poder subsistir en un entorno cada vez más tecnologizado y sin auténtica humanidad. Sin embargo, este efecto no puede reprocharse a la democracia liberal, pues constituye su vector ideológico, la trama última que sostiene a las sociedades industrializadas. Sus prosélitos siempre apostaron por esta clase de progreso que convierte a la masa social en un corpus condicionado para que aspire a estar bien vestido, bien alimentado y bien distraído, pero esclavo de la economía y de sus requerimientos existenciales.
La alternativa a las propuestas liberales, la socialdemocracia, está fracasando, pues su ideal no era tanto que ese corpus social indefinido ingresara en la maquinaria productiva con un mínimo de dignidad. Esto es lo más básico que podía reivindicarse. El ideal superior consistía en la transformación del Estado para convertirlo en garante de que las exigencias del insaciable mercado no se impusieran a las necesidades humanas, las cuales no terminan en el umbral de subsistencia, sino que allí empiezan para cada hombre y mujer desde su nacimiento.
¿Constituye este fracaso el anuncio de una liquidación de las ideas de izquierda? Lo es en la medida en que la izquierda nunca ha logrado implementar su modelo de Estado, circunstancia que atenúa el reproche, pero agudiza lo sombrío del análisis. La socialdemocracia, cuyo germen se sitúa en la racionalista Alemania, hubo de suavizar el marxismo del que se nutría si pretendía sobrevivir dentro del Estado liberal: el comunismo era una idea demasiado revolucionaria, incluso para los propios comunistas. ¿La prueba? En la vieja Europa se derrumbaron las dictaduras prosoviéticas.
La socialdemocracia experimentó su cenit después de tres hechos históricos concatenantes: la crisis bursátil de 1929, el horror de la II GM y la polarización de la geopolítica y del militarismo en dos bloques. Pero, de un lado, el mundo ya no es tan sencillo, y de otro ¿quién recuerda a estadistas como Olof Palme o Willy Brandt? Se diría que tuvieron asignado su momento histórico. Y lo agotaron.
De hecho, concurre una característica singular en la crisis que vivimos y que, por cierto, nos precipita aún más hacia su profundidad: la infiltración que la izquierda ha padecido de los postulados neoliberales ha desdibujado sus señas de identidad. Y así, se revela incapaz de aplicar recetas novedosas para paliar los duros efectos del crack financiero, por el contrario ha terminado sacrificando parte del Estado del Bienestar; no puede enseñorearse con la bandera de la honradez porque la corrupción no es patrimonio de ningún partido político; y no puede presumir de valores en tanto las revoluciones estallan en Oriente Medio, no en las acomodadas clases medias del Occidente hiperdesarrollado, aunque también deprimido.
Se volatiliza el discurso reformista radical porque el obrero es un empleado; el patrón, un emprendedor; el posible votante, un cibernauta; el servicio público, un medio de ganarse la vida. Adorno y Horkheimer lo sentenciaron: “La maldición del progreso consiste en su incesante regresión. El socialismo ha conservado rígidamente la herencia de la filosofía burguesa.”

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