23/5/11

LA LEY DE LAS CORPORACIONES

No se puede entender la poderosa expansión que ha demostrado el capitalismo en cuanto sistema envolvente de nuestra existencia sin advertir antes que el ser humano es, ante todo, un incansable productor de cultura en constante evolución.
El hombre hace cultura y a su vez la cultura creada hace al hombre. El hombre, una de las criaturas más indefensas del planeta, pero dotado de una extraordinaria capacidad de adaptación y sufrimiento, inventa la rueda. A su vez la rueda, para adquirir funcionalidad, exige la domesticación de animales de carga; a su vez, la domesticación exigirá al menos dos hombres expertos y en el proceso dará lugar a un tercero: uno cazará al animal que aún se halla en estado salvaje; otro deberá reunir las aptitudes necesarias para domeñarlo; y el que completa la tríada sacará provecho del animal ya domesticado cuando las ruedas, debidamente acopladas como una prótesis, se conviertan en un carruaje. Lo que nunca falla es la aparición del cuarto ser humano: aquel que es obligado a llevar los yugos. Como un buey.
Este ejemplo, en su trasfondo más profundo, esconde la dramática paradoja de la mente humana: su intuición, inventiva y creatividad lo mismo pueden ponerse al servicio del blanco o del negro. El gris, tan apagado, es un color que nos molesta. Que no sabemos descifrar.
Decenas de carromatos tirados por caballos transportaron a los bomberos que sofocaron los incendios que provocó el terremoto ocurrido en San Francisco, en una mañana de abril de 1906. Esos mismos carromatos, apenas años después, sirvieron para transportar las cápsulas de gas mostaza que el ejército alemán, a las órdenes del káiser, utilizó sin escrúpulos en la Primera Guerra Mundial, la conflagración bélica que según Gertrude Stein –lesbiana, escritora, admiradora de Matisse y Picasso, muñidora de la enigmática frase “una rosa es una rosa es una rosa es una rosa”-, marcó el auténtico advenimiento del siglo XX.
Sin ruedas fabricadas con la más sofisticada tecnología destinada a la extracción y tratamiento industrial del petróleo, los afamados pilotos de fórmula-1 no sobrevivirían a la altísima velocidad que alcanzan sus bólidos. Ruedas similares iban acopladas al fuselaje de los aviones de pasajeros que los terroristas yihadistas secuestraron para empotrarlos a las Torres Gemelas y al Pentágono. Décadas antes, la aviación española había empleado ingenios químicos para reprimir el levantamiento berebere en la Guerra del Rif. Fue la primera vez que armas de semejante poder destructivo se ensayaban contra la población civil. Afirman los analistas que los atentados del 11 de septiembre de 2001 inauguraron una nueva era, en la que ya estamos inmersos. El hombre produce cultura. La cultura hace al hombre. Esta es la norma inderogable que rige la historia de la humanidad.
Ahondemos un poco más. Una definición de la ley sería errónea si desatendiera su esencial naturaleza. Y no es otra que ser otro producto cultural. Tan importante como la rueda. Y como ella, tan trágico y paradójico. Se comprueba con otro ejemplo. La Constitución Norteamericana de 1787 no sólo culminó el proceso de descolonización de la que sería potencia mundial desde el último tercio del siglo XIX, ahora en fase de decadencia. Además, esta Constitución supuso un hito sin precedentes, pues por primera vez un texto legal caracterizado por su supremacía sobre cualquier otro incorporaba sistemáticamente buena parte de los postulados que habían defendido los pensadores ilustrados de la época, así la estrategia de la separación del poder en tres instancias: legislativa, gubernamental y judicial (Monstesquieu); los conceptos nucleares de soberanía popular y república democrática (Rosseau) o la aconfesionalidad del Estado (Locke).
Todo postulado filosófico, sin embargo, corre un riesgo peligroso: cuando se interpreta para implementarse en la práctica pierde su sentido utópico y se transfigura en ideología. Este fenómeno de empobrecimiento intelectual ocurrió con las tesis de los pensadores ilustrados del siglo XVIII, dando lugar a lo que conocemos como liberalismo, paradigma político que en el Nuevo Mundo había logrado aquello que aún se le resistía en la convulsionada Europa: elevar a categoría jurídica un procedimiento en cuya virtud legitimar el derrocamiento del régimen impuesto por las añejas monarquías absolutistas y el consiguiente ascenso al poder de una nueva clase social pujante, ambiciosa e insurgente, la burguesía, la clase media, cuya emergencia social debe rastrearse en el Renacimiento y en la Reforma religiosa propugnada por los protestantes mediante la predicación de dogmas tales como que el éxito en la vida terrenal -esto es, la supeditación permanente del esfuerzo al resultado- constituye la más excelsa garantía de salvación eterna (Calvino), o el ensalzamiento compulsivo del valor “seguridad” por encima del valor “libertad” (Lutero).
En 1861 estalló la Guerra de Secesión en Norteamérica. De aquella contienda nos han quedado imágenes estereotipadas. Prefiero incidir en otros aspectos que, una vez más, ponen de relieve la etiología ambivalente de toda cultura, especialmente la capitalista. La XIV Enmienda de la Constitución de 1787, aprobada tras el final de la guerra, garantizaba que el Estado no podía privar a las personas, cualquiera que fuese su color, de la vida, la libertad y la propiedad sin previo juicio.
Esta enmienda, pensada para refrendar con rango constitucional la abolición de la esclavitud, pronto se vio atrapada en el perverso juego de las manipulaciones interpretativas de los abogados de Wall Street, ya por aquel entonces templo de las finanzas y del comercio. Había una finalidad: parapetar la creciente influencia de los magnates. Se consiguió mediante una interpretación sesgada de la enmienda constitucional, que el Tribunal Supremo avaló repetidamente.
Hasta entonces, las llamadas “Corporaciones” –sinónimo de empresa en el argot actual-, eran impulsadas por las propias instituciones gubernamentales como instrumentos dirigidos a la consecución de un fin específico de interés no particular, así la construcción de un puente. Y cuando el puente se construía, las estipulaciones establecidas en las escrituras de su constitución, aprobadas y vigiladas por el Estado, ordenaban su disolución. Apenas tenían propiedades, los rostros de sus gestores eran visibles y su intromisión en la vida cotidiana era primordialmente instrumental.
Pero ya antes de la XIV Enmienda las Corporaciones se regían por hombres realmente obsesionados con la idea de construir una nación mientras hacían negocio, aunque rehuyendo la responsabilidad si las cosas fallaban, un rasgo de conducta muy característico de todos los puritanos cuando detentan esferas de poder, de la naturaleza que sea.
Tras la Guerra de Secesión y la aprobación de la enmienda abolicionista de la esclavitud, lo consiguieron. Paradójicamente consiguieron que prevaleciera la libertad sobre la responsabilidad. Estados Unidos es literalmente una gran nación, pero el impulso de signo jurídico que recibió su estructura económica, tan atractiva y penetrante, está basado en un fraude de ley. Por eso también dicha estructura económica es frustrante.
Todo fraude de ley es una burla. Es decir, una manipulación, una excusa –“racionalización”, en términos psicoanalíticos-. En el caso que comento, el poder que emana de las urnas, el legislativo, toleró, bendijo y protegió que los hombres de negocios pudieran eludir sus responsabilidades. ¿Incoherencia? ¿Drama? ¿Decepción? El hombre hace cultura. Y buena parte de la cultura que produce es directamente neurótica. Al menos en nuestro Occidente glorificado. Pues no de otro modo puede calificarse el hecho objetivo de que avances del intelecto tan celebrados cueste tanto ponerlos en práctica.
Los sesudos abogados de Wall Street iniciaron una táctica que sólo merece un par de calificativos: inteligente, desviada. En tanto que las Corporaciones también eran “personas”, solo que jurídicas, creadas por la ley, la misma ley que las creaba, alegaron, carecía de legitimidad para privarles de su libre desenvolmiento y, sir más lejos, de su derecho a adquirir propiedades, las cuales podían y debían ser distintas de las que rezaban titularizadas a nombre personal del rector de la Corporación, ya fuese un solo individuo o un grupo. Había nacido un ente. Un ser con personalidad distinta de su hacedor. Un ser que, como cualquier otro, no puede desenvolverse si no es en sociedad. Había nacido la sociedad anónima.
Un dato documenta la extraña magnitud del fraude: en el periodo comprendido entre 1890 y 1910, los años en los que Estados Unidos consolidaron el nuevo imperio estructurado en base a la razón productivista heredada de Calvino, sólo diecinueve de las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo con ocasión de la aplicación de la XIV Enmienda resolvían demandas interpuestas por personas de color a las que hubieran vulnerado sus derechos constitucionales. El resto (trescientas siete) se referían a Corporaciones que pugnaban por el reconocimiento de un estatus legal ad hoc, diferenciado en su raíz del aplicable a cualquier ser humano: libre, sí; pero consciente de la responsabilidad de tus actos y dispuesto a asumirla.
El reverendo Martín Luther King, el activista radical Malcom X y el joven presidente Kennedy fueron asesinados en la patria donde todavía hoy se rinde homenaje, con una estatua imponente sobre las aguas, a la libertad. Ellos siguieron la aciaga estela de Abraham Lincon. Un lazo apenas ya perceptible une en el tiempo la sangrienta batalla de Pittsburg, en la que las milicias de la Unión recuperaron la iniciativa definitivamente frente a los confederados, con la cultura del consumo, la guerra como negocio y la actual crisis financiera.
El hombre produce cultura. La cultura hace al hombre. Irresponsabilidad: esta es la ley de las Corporaciones. Se trata de una ley fácil de cumplir, que nos había embelesado a todos.

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