Negar que el rey Juan Carlos
desempeñó un papel crucial en la reciente historia de España es de necios,
tanto como no afirmar que en los últimos tiempos él y parte de su familia se
habían envuelto por propia responsabilidad en asuntos muy turbios y nada elegantes.
Ninguna trayectoria vital carece de sombras, pero habríamos deseado un final
distinto de su reinado, aunque abdicara.
Las razones de su renuncia -que debió hacerla ante las Cortes- no
deben buscarse sólo en la avanzada edad o el estado de salud. Este país, tras adoptar el
régimen constitucional más estable nunca antes conocido, se ha adentrado en una
crisis institucional permanente que es producto, todavía, de nuestra escasa
cultura democrática, de debates territoriales nunca cerrados –y que, me temo, no
se cerrarán del todo-, de políticos corruptos y de nuestro complejo anclaje
como potencia media en un contexto internacional que se caracteriza por una
Europa en débil y frustrante construcción y por un capitalismo extremo que ha
logrado insertarse en nuestra vidas como patrón cultural sin aparente
alternativa, pese a ser germen de crecientes desigualdades.
Algunos vivimos la infancia en
los estertores de la dictadura y se nos impregnó en la piel su herencia
negruzca. Sin embargo, apenas empezábamos a tener uso de razón cuando Franco
murió tras su penosa agonía. Hemos crecido, trabajado, amado y sufrido en
democracia. Lejos de perderla, queremos profundizar en ella. Así pues, pasar
página y dar la bienvenida a una nueva etapa es nuestra obligación. Porque Juan
Carlos está en lo cierto: hay otra generación que, aun creciendo en libertad,
tiene el futuro gris y reclama con legitimidad su espacio y su pan.
Esto se traducirá en un período
constituyente más o menos intenso. La crítica al bipartidismo –es decir, la
crítica al sistema en sí- se hará más aún visible y justificada si no se dan
las respuestas adecuadas a los debates vigentes: desde el modelo productivo y el
reparto de la riqueza, al papel del Estado como garante de derechos sociales
inalienables; desde la selección de los futuros gobernantes a la educación que
se imparte en las escuelas. Podríamos empezar enseñando que la vida es dura.
Podríamos enseñar que hay que pugnar cada día por no hacer de ella un suplicio
por culpa de nuestra estupidez o de la execrable ambición ajena.
La Monarquía Parlamentaria, que
es mucho más que un rey en la cúspide que reina sin gobernar, se halla ante un
desafío de primer orden: de nada valen cetros y tronos si el desempleo y sus
terribles consecuencias no se aplacan. Ignoro si Felipe VI afrontará los cambios
con destreza, pero estoy convencido de que no le corresponde a él pilotarlos
por entero. Deberá ganar otra vez para la Corona la legitimidad popular dañada,
pero son nuestros representantes libremente elegidos los llamados en primer
lugar a estar a la altura de los tiempos. Han hartado a amplias capas de la
ciudadanía con sus veleidades. Nos han obligado a creer en la desconfianza. Ni los que están ni los que vendrán pueden
abdicar de su responsabilidad histórica. No son inmunes. Su mandato nos
pertenece.
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