Parecían anodinas y sin embargo
las elecciones al parlamento europeo han traído una auténtica conmoción. La
política se ha distanciado tanto del sentir cotidiano de la ciudadanía que
millones de votos emigran a opciones divergentes del status quo. Porque se
trata de eso: ha empezado a mostrar su fuerza el proceso de des-identificación
con los partidos políticos tradicionales. Se diría que para Europa, incluso con
sus peligrosos fantasmas reaccionarios a cuestas, la política del siglo XXI
comienza ahora.
Aunque los resultados no son automáticamente
extrapolables a las citas electorales internas, sin duda marcan tendencia. Y la
tendencia se forma con dos frentes: de un lado el colapso del PP y del PSOE
–menos acentuado en el partido gobernante pero igual de efectivo- y de otro la
canalización de la frustración mediante la entrega de la confianza (y la
esperanza) a formaciones ideológicas que, sintomáticamente, han renunciado a
llevar la palabra “partido” en sus siglas. Más democracia es posible, pero en
su esencia –una persona: un voto- el sistema ha funcionado con saludable legitimidad.
La cuestión es: ¿acaso era
realista que las élites políticas actuales aguardaran otra cosa distinta del
fracaso? ¿Era probable detener la caída libre del PSOE a pesar de la
irreductible Andalucía? ¿Era sensato que Rajoy se cobrara otro cheque en blanco
tras la dura política de recortes, aderezada de puro ideologicismo, puesta en
práctica desde que el PP llegó al Gobierno? ¿En IU creían que a su izquierda no
había nada?
Nada de eso era previsible, sino
todo lo contrario: la ciudadanía parece haber entrado, al fin, en la senda de
la madurez y harta de corrupción, privilegios de casta y prepotencia -uno de
cada cinco españoles vive por debajo del umbral de pobreza- ha castigado a
quienes todo lo reforman para ir a peor. Más democracia es posible, pero no más
sentido común.
El resultado de toda convulsión
es la apertura de un ciclo que va desde la des-vertebración de lo conocido
hasta la aparición de nuevos andamiajes vertebradores. Es pronto para valorar
las implicaciones totales de este ciclo innovador, pero nadie con una mínima
visión de futuro puede negar que nos hallamos inmersos en él. Inauguramos otro
tiempo. Lo viejo ya no atrae. En realidad lo viejo, en política, se percibe
como dañino. Han caducado las lealtades ciegas y sin rendición de cuentas.
En un mundo complejo donde el
trabajo es un lujo y la política ejercicio de cinismo a los pies de los lobbies
financieros que operan sin escrúpulos, las personas se erigen en dueñas
absolutas de su voto y, por tanto, se desapegan, se divorcian y reinventan
identidades. Más democracia es posible, pero no más libertad de elección. La
rebeldía, poco a poco, abandona el club de los perdedores.
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