Nos ha gobernado cualquier
principio inventado por el ingenio humano, excepto la razón. Por más que
resuene a oscuro presagio o a hiriente pesimismo, resulta difícil negar que la
historia es un cruel campo de batalla, un desolado paisaje en ruinas. La
sensatez no ha impulsado la historia. Sostener otra cosa es tanto como decir
que los poderes establecidos se dejan arrancar de buena gana una porción de su
impérium.
La historia transmite un legado
que exige revisión. Ha llegado el momento de poner en cuestión todo lo testamentado,
todo lo viejo, pues se requiere corregirlo en profundidad. Sartre, el pensador
de la libertad individual siempre puesta en riesgo por la complejidad del mundo
en que se desenvuelve, dejó escrita la idea que nos resume y define: la
criatura <hombre> es lo que hace con lo que hicieron de él. Somos herencia
recibida y necesidad de mejorarla.
En la obligación de mejorar la
situación que nos viene impuesta radica la esencialidad humana. No podemos
volver la cara a la historia personal y colectiva que nos precede, porque sus
consecuencias van pegadas a nuestra piel. La historia es lo único que aparece ante
nuestros ojos como sustancia acabada.
Pero de ahí se deduce, inexorablemente,
que todo lo demás está por construir y que la voz de la experiencia acumulada,
aunque sea fundamental para no anquilosar el futuro, no puede ser la que
instaure la época que se avecina y que está pidiendo a gritos ocupar su lugar.
El tiemplo fluye, las edades nos alcanzan, pero las injusticias siguen siendo,
en esencia, exactamente las mismas. Por tanto, detenerse en lo que hay acríticamente
es de reaccionarios.
Hay una inmensa tarea por
afrontar: re-definir la función del Estado en nuestra existencia. Los Estados
democráticos actuales han llegado a ser lo que son renunciando a entrometerse –al
menos sobre el papel- en la esfera personalísima de los individuos, erigidos
como auténticos sujetos de un elenco de derechos inalienables, así la libertad
de expresión y de pensamiento, el derecho a la presunción de inocencia o la
libertad religiosa, por poner ejemplos al uso.
Pero el Estado actual se asienta
sobre leyes que no protegen el derecho a comer, que es sin duda el derecho
cúspide de todos los derechos imaginables. La libertad sin pan se halla a un
solo paso de tornarse indignidad y esclavitud.
Una organización política que
tolera la malnutrición de los niños por razón de que prevalecen intereses
económicos no sólo carece de decencia, sino que está condenada a ser derribaba,
si es preciso por la fuerza. ¿Y saben qué? Empiezo a desear que ojalá suceda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario