11/6/14

A PROPÓSITO DE SARTRE, EL ESTADO Y LA MALNUTRICIÓN DE LOS NIÑOS

Nos ha gobernado cualquier principio inventado por el ingenio humano, excepto la razón. Por más que resuene a oscuro presagio o a hiriente pesimismo, resulta difícil negar que la historia es un cruel campo de batalla, un desolado paisaje en ruinas. La sensatez no ha impulsado la historia. Sostener otra cosa es tanto como decir que los poderes establecidos se dejan arrancar de buena gana una porción de su impérium.

La historia transmite un legado que exige revisión. Ha llegado el momento de poner en cuestión todo lo testamentado, todo lo viejo, pues se requiere corregirlo en profundidad. Sartre, el pensador de la libertad individual siempre puesta en riesgo por la complejidad del mundo en que se desenvuelve, dejó escrita la idea que nos resume y define: la criatura <hombre> es lo que hace con lo que hicieron de él. Somos herencia recibida y necesidad de mejorarla.

En la obligación de mejorar la situación que nos viene impuesta radica la esencialidad humana. No podemos volver la cara a la historia personal y colectiva que nos precede, porque sus consecuencias van pegadas a nuestra piel. La historia es lo único que aparece ante nuestros ojos como sustancia acabada. 

Pero de ahí se deduce, inexorablemente, que todo lo demás está por construir y que la voz de la experiencia acumulada, aunque sea fundamental para no anquilosar el futuro, no puede ser la que instaure la época que se avecina y que está pidiendo a gritos ocupar su lugar. El tiemplo fluye, las edades nos alcanzan, pero las injusticias siguen siendo, en esencia, exactamente las mismas. Por tanto, detenerse en lo que hay acríticamente es de reaccionarios.

Hay una inmensa tarea por afrontar: re-definir la función del Estado en nuestra existencia. Los Estados democráticos actuales han llegado a ser lo que son renunciando a entrometerse –al menos sobre el papel- en la esfera personalísima de los individuos, erigidos como auténticos sujetos de un elenco de derechos inalienables, así la libertad de expresión y de pensamiento, el derecho a la presunción de inocencia o la libertad religiosa, por poner ejemplos al uso.

Pero el Estado actual se asienta sobre leyes que no protegen el derecho a comer, que es sin duda el derecho cúspide de todos los derechos imaginables. La libertad sin pan se halla a un solo paso de tornarse indignidad y esclavitud.

Una organización política que tolera la malnutrición de los niños por razón de que prevalecen intereses económicos no sólo carece de decencia, sino que está condenada a ser derribaba, si es preciso por la fuerza. ¿Y saben qué? Empiezo a desear que ojalá suceda.  

  

  

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