Algunos renegamos a conciencia de
la imparcialidad cuando se trata del señor Woody Allen, y, con todo respeto a
sus detractores, consideramos que los calificativos desdeñosos con que suelen
dardear sus películas se quedan cortos. El señor Allen no es neurótico, ni
excéntrico, ni genio. Es todo esto a la vez. Más o menos como en algún grado lo
somos todos nosotros.
Hace unas semanas se ha estrenado
en España Blue Jassmine, su última
producción. Una obra maestra que nos ilustra con absoluta naturalidad –es
decir, con toda su carga trágica- las tribulaciones de una mujer casada con un
millonario que vivía en una burbuja de cristal, sin querer enterarse de nada,
hasta que la crisis económica se une a una crisis familiar y se ve obligada a
morder el polvo.
Pero la protagonista –encarnada
por la actriz Kate Blanchet, cuya deslumbrante interpretación merece la
nominación al Oscar- parece resistirse a aprender. O mejor: pese a sus
esfuerzos, cae de nuevo en la trampa porque su vida es un cóctel letal de
remordimientos (errores del pasado que nos persiguen sin tregua), pérdidas
irreparables y absurdos afanes burgueses.
Morder el polvo hasta que los
dientes se enternezcan; caerse de boca del pedestal y ser engullido por el
vacío, estar atrapado de repente en el síndrome del ángel derribado a balazos
son manifestaciones reales de nuestro modelo de existencia, basado en la
comodidad materialista, en la estafa perpetrada contra los valores básicos y en
la ausencia de humildad y de capacidad de resiliencia. Puro narcisismo.
Hay gente que ha vivido –y vive-
de puta madre a costa de los demás. El señor Allen aborda este asunto planteándose qué pasaría
si el castillo de naipes se derrumbara. Lo hace desde una perspectiva fría,
desapasionada, apenas cruel, tan extraída de lo cotidiano como el hecho mismo
de respirar.
Ahora bien: el señor Allen dirige
un enorme torpedo contra las mujeres –abundantes, según parece- que renuncian a
sus esperanzas más íntimas en beneficio de una vida plena de ignorancia, lujos y
mentiras. El desconcertante final de la película debería disuadirlas de tomar
ese atajo.
El señor Allen no nos ofrece las
soluciones vitales servidas en bandeja de plata. Y no se debe a que no las
haya. Se debe a que exige del espectador una toma de conciencia que perfore la
aparente banalidad de la historia que se narra en la pantalla. Exige del
espectador que esté atento a las conductas desequilibradas de los personajes y
a sus reacciones emotivas. Esta gimnasia es la única manera de mentalizarse de
que dios nos abandonó hace tiempo y que buena parte de nuestro dolor
existencial nos lo hemos buscado.
El señor Allen es así de aguafiestas. Bravo
por el señor Allen.
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