6/12/13

CON Z DE ZOMBI

Hace unos días vi la película <Guerra Mundial Z> que protagoniza el versátil actor Brad Pitt. El film, extracto de la novela de Max Brooks, nos sitúa en el inicio de un moderno apocalipsis. Debido a la contaminación, las hambrunas y las guerras germina un virus inexplicable que se extiende como una plaga por todo el planeta. La persona infestada se transforma en un zombi, que, a base de mordeduras rabiosas, contagia la extraña cepa en apenas unos segundos.

Mientras el virus caza violentamente nuevos huéspedes donde alojarse y sobrevivir, la población sana mengua hasta el borde de la extinción. Cunden el caos, el pillaje, el pánico. Ante el vacío absoluto de autoridad civil, un ex funcionario de la ONU, que ha logrado milagrosamente poner a salvo a su familia, lo abandona todo en misión suicida y se lanza en pos de un antídoto que parece imposible de hallar. De hecho, no existe.

Se trata de una película impresionante; nada que ver con las anteriores producciones gore del género, insoportables -por repulsivas- para mi gusto. Aquí hay argumento creíble, desarrollo creíble, desenlace creíble. Puro realismo de anticipación que no precisa de escenas morbosas.

Hollywood invierte grandes sumas en producir metrajes sobre hecatombes. Suelen ser provechosos en taquilla. Los de mi generación aún recordamos películas épicas como El coloso en llamas, Terremoto o, más recientemente, Titanic. La diferencia radica en que ahora el estado de impotencia se ha trasladado rápidamente al orbe entero. Nadie está a salvo de la pandemia. Ignorante e inerme ante una inesperada y desconocida amenaza global, la humanidad se ve forzada a empezar de nuevo.

La idea, no obstante, no es del todo original. Otras películas anteriores (Metrópolis, Soy leyenda, Hijos de los hombres o la inefable La carretera) abordan idéntico asunto desde distintos ángulos: el hecho de que nuestra conducta insensata e insensibilizada, nuestros prejuicios y egoísmos, son los factores que nos abocan a la angustiosa circunstancia de malvivir en un mundo destrozado, inhumano, cercano a la catástrofe irresoluble. Por fortuna, en todos estos títulos el mensaje final viene adornado con una dosis de esperanza.

Pero ¿qué ocurriría si mañana, yendo a trabajar en su automóvil, una criatura con forma humana, aunque enferma y abyecta hasta el paroxismo, atravesara con su cabeza el vidrio del parabrisas y le mordisqueara ferozmente las venas hasta convertirle en zombi? ¿De qué nos servirían los lujos, los amantes clandestinos, las guarderías, los hoteles, las fábricas, las hipotecas, los campos de golf,  los cargos políticos?

Resulta inimaginable que esta calamidad suceda y sin embargo se diría que nuestra imaginación rompe amarras y olisquea el drama que se cierne implacable sobre el horizonte, engrandeciéndolo, pero al mismo tiempo haciendo de él ficción con el fin de sosegar el miedo latente que nos paraliza cada día. En realidad, no hace falta ninguna metamorfosis caníbal para comprender que la deshumanización nos viene de largo. Es el virus que transmitimos sin cesar.    


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