Hace unos días vi la película
<Guerra Mundial Z> que protagoniza el versátil actor Brad Pitt. El film,
extracto de la novela de Max Brooks, nos sitúa en el inicio de un moderno
apocalipsis. Debido a la contaminación, las hambrunas y las guerras germina un virus
inexplicable que se extiende como una plaga por todo el planeta. La persona
infestada se transforma en un zombi, que, a base de mordeduras rabiosas,
contagia la extraña cepa en apenas unos segundos.
Mientras el virus caza
violentamente nuevos huéspedes donde alojarse y sobrevivir, la población sana
mengua hasta el borde de la extinción. Cunden el caos, el pillaje, el pánico.
Ante el vacío absoluto de autoridad civil, un ex funcionario de la ONU, que ha
logrado milagrosamente poner a salvo a su familia, lo abandona todo en misión
suicida y se lanza en pos de un antídoto que parece imposible de hallar. De
hecho, no existe.
Se trata de una película
impresionante; nada que ver con las anteriores producciones gore del género,
insoportables -por repulsivas- para mi gusto. Aquí hay argumento creíble,
desarrollo creíble, desenlace creíble. Puro realismo de anticipación que no
precisa de escenas morbosas.
Hollywood invierte grandes sumas
en producir metrajes sobre hecatombes. Suelen ser provechosos en taquilla. Los
de mi generación aún recordamos películas épicas como El coloso en llamas,
Terremoto o, más recientemente, Titanic. La diferencia radica en que ahora el
estado de impotencia se ha trasladado rápidamente al orbe entero. Nadie está a
salvo de la pandemia. Ignorante e inerme ante una inesperada y desconocida
amenaza global, la humanidad se ve forzada a empezar de nuevo.
La idea, no obstante, no es del
todo original. Otras películas anteriores (Metrópolis, Soy leyenda, Hijos de
los hombres o la inefable La carretera) abordan idéntico asunto desde distintos
ángulos: el hecho de que nuestra conducta insensata e insensibilizada, nuestros
prejuicios y egoísmos, son los factores que nos abocan a la angustiosa
circunstancia de malvivir en un mundo destrozado, inhumano, cercano a la catástrofe
irresoluble. Por fortuna, en todos estos títulos el mensaje final viene
adornado con una dosis de esperanza.
Pero ¿qué ocurriría si mañana,
yendo a trabajar en su automóvil, una criatura con forma humana, aunque enferma
y abyecta hasta el paroxismo, atravesara con su cabeza el vidrio del parabrisas
y le mordisqueara ferozmente las venas hasta convertirle en zombi? ¿De qué nos servirían
los lujos, los amantes clandestinos, las guarderías, los hoteles, las fábricas,
las hipotecas, los campos de golf, los
cargos políticos?
Resulta inimaginable que esta
calamidad suceda y sin embargo se diría que nuestra imaginación rompe amarras y
olisquea el drama que se cierne implacable sobre el horizonte, engrandeciéndolo,
pero al mismo tiempo haciendo de él ficción con el fin de sosegar el miedo
latente que nos paraliza cada día. En realidad, no hace falta ninguna
metamorfosis caníbal para comprender que la deshumanización nos viene de largo.
Es el virus que transmitimos sin cesar.
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