13/4/13

SOCIALISTAS.COM


Ha declarado Felipe González (este estadista no necesita presentación) que está en contra de los escraches porque los hijos de los diputados y de sus vecinos no pueden sufrir acoso. Cierto. Pero propugnemos que el principio de igualdad de trato también alcance a los niños que quedan traumatizados toda la vida, cuando, sin perímetro policial que los ampare, se erigen en víctimas silenciosas -las que más padecen- de los desahucios a que nos ha abocado este sistema de convivencia sutilmente cruel.

Con el tiempo voy rechazando las idolatrías. Cuesta desprenderse de los símbolos identitarios. La mano cerrada en puño y el frescor de la rosa asfixiada es uno de ellos. Ha dolido el trance, pero se supera. En realidad, intuyo que mi decepción la viví muy temprano, tanto que no sabía ponerle ese nombre. Nunca he contado la anécdota en público. Tal vez haya llegado el momento.  

Año del Señor de 1979. Andaría yo por segundo o tercero de EGB. El PSOE local (no importa el municipio) celebraba su flamante victoria en las primeras elecciones locales tras la reinstauración democrática. Una barbacoa en el campo. Mi familia directa no acudió al evento. No recuerdo si fue invitada. El caso es que los militantes en fiesta –algunos concejales electos entre ellos- habían instalado sus bártulos próximos a nosotros.

Me acerqué porque allí había compañeros de colegio y de barrio. Jugamos toda la tarde. Tras mucho brincar me entró sed. Un niño con sed en el mundo capitalista no pide agua. Pide coca-cola. Ellos tenían cajas enteras. Vi que mis amigos bebían gustosos sin pedir permiso y me consideré uno más. Tomé una botellita y los imité.

En seguida sentí miradas inquisitoriales. Poco después uno de mis amigos fue enviado cual testaferro de su madre, muy socialista ella, con el expreso encargo de que no cogiera más refrescos.

A pesar de todo –aquí, imaginen una sonrisa- creo en la socialdemocracia porque no creo, en absoluto, en la libérrima actuación de los mercados. La historia demuestra con terquedad que el mercado no nos humaniza del todo. Más bien nos vuelve egoístas y pendencieros. Salvajes en potencia, aunque vayamos bien vestidos.

Creo en la socialdemocracia, pero no en la versión que hoy día se nos ofrece. Resulta difícil que cuaje un verdadero ideario socialdemócrata cuando los discursos, proclamados a viva voz, se sustentan en una pérdida descomunal de valores. Y no hay valores porque no hay práctica cotidiana, existencial. ¿Qué decir de aquellos que, carnet en mano, ocupan dos cargos públicos de representación electoral, con sus correspondientes emolumentos, vulnerando las reglas que impone el sentido común? Estos tiempos son duros, las ilusiones se quebraron. Lo mínimo que debe hacerse es dar ejemplo de que la política no se adopta como modus vivendi personal.

Alguien a quien aprecio me pidió, de corazón, que si escribía de estas cosas no atacara las esencias. No lo hago; no soy quién para emprender ningún ataque. Sólo ocurre que a ciertas edades uno puede permitirse descreer de las organizaciones y creer en las personas. De poco sirve ocultar que aquel episodio de mi infancia ilustra que a todos, sin excepción, nos aguarda un largo y tortuoso camino. Pues no nacemos solidarios.  

  

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