Cuando reflexiono sobre esta
crisis inesperada, crecientemente cruel y repetida, no dejo de pensar en la
estupidez del ser humano occidental. Me incluyo, claro está; soy de estos
lares. No nací en Zambia o Hawai.
Y en la reflexión no puedo evitar
adentrarme un poco en las entrañas de este monstruoso sistema en el que
convivimos y al que señalo como directo causante del retroceso histórico que se
nos ha venido encima.
Las Constituciones siguen ahí.
Proclaman que lo que respiramos cada día es democracia. Y lo es formalmente. Y sin
duda es mejor que la que había antes de la IIGM. Votamos, opinamos y nos
desenvolvemos en la vida presuponiendo que todo esto lo hacemos libremente. Que
estamos exentos de peligros. Que alguien (el Estado, la política) nos protegerá
para siempre y se ha erigido en celoso guardián de los derechos conquistados.
Pero ¿de verdad es así? Esta crisis ha mostrado crudamente la respuesta. No puede llamarse auténtica democracia al sistema capaz de dejar que
los más débiles sean abandonados a su suerte. Y esto es lo que está
aconteciendo ahora.
Estoy preocupado, como muchos,
porque de repente la democracia se ha replegado a fórmulas históricas que
fueron tan solo su momento germinal y, por lo tanto, estaban destinadas a ser
superadas con el decurso de la historia. El ultraliberalismo económico es propio del siglo XIX. Y su traducción política, una trampa para los derechos sociales.
Una democracia real se mide,
inexorablemente, por su capacidad de recoger a su seno a todo ser humano y a
hacer de él un valor en sí mismo. Esta implantación de la democracia nunca se ha dado en su forma más perfecta. Y a fuerza de ser sincero –y escéptico- dudo
de que alguna vez se alcance. Porque, en lo más hondo, ser y sentirse demócrata
implica abandonar el egoísmo y la ignorancia.
Pero a los seres humanos nos encanta velar exclusivamente por nuestros intereses personales y permanecer aferrados a la ignorancia. A la postre, ambos son los factores esenciales para llevar una existencia cómoda, plenamente desahogada y sin temor de nadie. Con egoísmo e ignorancia es relativamente fácil dominar a los demás y que casi nada te afecte. Si añadimos la violencia atosigante, el schock sobre la población para torcer su voluntad y hacerla servil está asegurado.
Pero a los seres humanos nos encanta velar exclusivamente por nuestros intereses personales y permanecer aferrados a la ignorancia. A la postre, ambos son los factores esenciales para llevar una existencia cómoda, plenamente desahogada y sin temor de nadie. Con egoísmo e ignorancia es relativamente fácil dominar a los demás y que casi nada te afecte. Si añadimos la violencia atosigante, el schock sobre la población para torcer su voluntad y hacerla servil está asegurado.
El nivel de atosigamiento al que
se somete al ciudadano común por las instancias de poder visible y las
oligarquías invisibles que aquél no puede controlar: tal es la verdadera vara de
medir de un sistema democrático justo, noble, equilibrado, digno de su nombre a
estas alturas del siglo XXI. Este nivel, ahora, está alcanzando el grado de lo
insoportable.
Y lo que más me sorprende (en
verdad, se me eriza la piel) es el grado de inutilidad al que ha llegado la
política. Pues una política inútil (y mezquina y letal) es aquella que, so
pretexto del cumplimiento de los expedientes formales a los que la democracia
obliga -por ejemplo, el que las leyes emanen del Parlamento-, en la realidad de
cada día se ha puesto al servicio de erosionar derechos básicos sin cuyo
respeto y aplicación efectiva ninguna democracia es posible.
Cuidado con los revolucionarios.
No lo parece, pero existen. De hecho, hay que constatar que las protestas
sociales van en aumento, porque la crisis en que está atrapado el sistema nada
respeta. Y las criaturas que todo lo soportan tienen un límite. Las cadenas del
hambre y la necesidad generalizadas no pueden regresar. Ya nos habíamos
acostumbrado a otra cosa.
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