14/10/12

UN NÓBEL PARA LA DISIDENCIA



En mis años de adolescencia, los premios Nóbel eran el más prestigioso galardón que pudiera concebirse. Recibirlo en campos tan variados del saber como la literatura o la medicina elevaba al galardonado a la categoría de criatura de otro mundo. Así lo creía en mi juventud, siempre tan ingenua. Ahora no sé qué pensar. Por ejemplo, descubres que en 1976 se distinguió con el Nóbel de Economía a Milton Friedman, el ideólogo del ultraliberalismo vigente que experimentó sus teorías del mercado sin ley en un laboratorio llamado Chile, de la mano del dictador Pinochet. 

Este año, la Fundación Nóbel da la sorpresa y concede el premio de la paz a la Unión Europea. La noticia me suscita contenida alegría, tan contenida que linda con la tristeza y la decepción. Con estas líneas trato de descifrar la razón por la que dos sentimientos antagónicos cohabitan de forma yuxtapuesta y confusa.

Se me ocurre pensar lo siguiente: es un premio a destiempo y por lo tanto oportunista. Sin duda, el proyecto de una Europa unida nos ha traído prosperidad y relativa calma a un continente azotado, hasta hace unas décadas, por cruentas guerras ancestrales. Desde este lado del análisis resalta que la Fundación Nóbel ha lanzado un mensaje de ánimo justo en el momento más crítico, como si nos hubieran dicho “Europeos, a pesar del descalabro de la moneda única proseguid con vuestro anhelo de convivencia pacífica”. Y celebro este espaldarazo, aunque por otra parte el asunto desvela sus paradojas: el estímulo lo patrocina un país –Noruega- que en repetidas ocasiones se ha negado a ingresar en el club.
    
Pero hay más: un premio de este calibre no puede arrastrarse por el utilitarismo ni servir de pretexto, porque en tal caso se produce el efecto indeseable de gratificar no el mérito legítimo, sino su decadencia, y en consecuencia la filosofía que motiva la concesión se falsifica. 

El agasajo debió llegar cuando la Unión Europea efectuó su ampliación a los países del Este que durante la Guerra Fría habían quedado tras el Telón de Acero. En ese momento histórico parecía más justificado. Concederlo ahora en que las instituciones europeas se han infiltrado hasta la médula espinal de las tesis leoninas de Friedman y están sometiendo a buena parte de la población a una política injusta de empobrecimiento colectivo y austeridad incomprensible, se revela cuanto menos un exponente más de este brinco de máscaras en que se han convertido las organizaciones a las que las personas habíamos delegado nuestros deseos de bienestar y democracia real. 

La paz, la auténtica paz social, se consigue mediante un reparto equitativo de los esfuerzos y de la riqueza finita que nos brinda este pequeño planeta. En la etapa histórica que nos toca vivir, esto no lo está haciendo la vieja Europa ni de lejos. Así que permítanme disentir, ya que he resuelto mis contradicciones: la Unión Europea no merece el esplendor del Nóbel de la Paz. 

La pacificación que verdaderamente nos humaniza no abomina tan solo de las trincheras. Además de esta premisa inexcusable, procura reemplazar la competencia a destajo y sin escrúpulos por la cooperación. Intenta que los egoísmos personales y nacionalistas no nos pudran el alma. Hace años que Europa se desvió de esta senda para adentrarse, poco a poco, en la del hambre compartida.                

       

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