En mis años de adolescencia, los premios
Nóbel eran el más prestigioso galardón que pudiera concebirse. Recibirlo en
campos tan variados del saber como la literatura o la medicina elevaba al
galardonado a la categoría de criatura de otro mundo. Así lo creía en mi
juventud, siempre tan ingenua. Ahora no sé qué pensar. Por ejemplo, descubres
que en 1976 se distinguió con el Nóbel de Economía a Milton Friedman, el
ideólogo del ultraliberalismo vigente que experimentó sus teorías del mercado sin
ley en un laboratorio llamado Chile, de la mano del dictador Pinochet.
Este año, la Fundación Nóbel da
la sorpresa y concede el premio de la paz a la Unión Europea. La noticia me suscita
contenida alegría, tan contenida que linda con la tristeza y la decepción. Con
estas líneas trato de descifrar la razón por la que dos sentimientos
antagónicos cohabitan de forma yuxtapuesta y confusa.
Se me ocurre pensar lo siguiente:
es un premio a destiempo y por lo tanto oportunista. Sin duda, el proyecto de
una Europa unida nos ha traído prosperidad y relativa calma a un continente
azotado, hasta hace unas décadas, por cruentas guerras ancestrales. Desde este
lado del análisis resalta que la Fundación Nóbel ha lanzado un mensaje de ánimo
justo en el momento más crítico, como si nos hubieran dicho “Europeos, a pesar
del descalabro de la moneda única proseguid con vuestro anhelo de convivencia
pacífica”. Y celebro este espaldarazo, aunque por otra parte el asunto desvela
sus paradojas: el estímulo lo patrocina un país –Noruega- que en repetidas
ocasiones se ha negado a ingresar en el club.
Pero hay más: un premio de este
calibre no puede arrastrarse por el utilitarismo ni servir de pretexto, porque
en tal caso se produce el efecto indeseable de gratificar no el mérito legítimo,
sino su decadencia, y en consecuencia la filosofía que motiva la concesión se
falsifica.
El agasajo debió llegar cuando la Unión Europea efectuó su
ampliación a los países del Este que durante la Guerra Fría habían quedado tras
el Telón de Acero. En ese momento histórico parecía más justificado. Concederlo
ahora en que las instituciones europeas se han infiltrado hasta la médula
espinal de las tesis leoninas de Friedman y están sometiendo a buena parte de
la población a una política injusta de empobrecimiento colectivo y austeridad
incomprensible, se revela cuanto menos un exponente más de este brinco de
máscaras en que se han convertido las organizaciones a las que las personas
habíamos delegado nuestros deseos de bienestar y democracia real.
La paz, la auténtica paz social,
se consigue mediante un reparto equitativo de los esfuerzos y de la riqueza
finita que nos brinda este pequeño planeta. En la etapa histórica que nos toca
vivir, esto no lo está haciendo la vieja Europa ni de lejos. Así que permítanme
disentir, ya que he resuelto mis contradicciones: la Unión Europea no merece el
esplendor del Nóbel de la Paz.
La pacificación que verdaderamente nos humaniza
no abomina tan solo de las trincheras. Además de esta premisa inexcusable, procura
reemplazar la competencia a destajo y sin escrúpulos por la cooperación.
Intenta que los egoísmos personales y nacionalistas no nos pudran el alma. Hace
años que Europa se desvió de esta senda para adentrarse, poco a poco, en la del
hambre compartida.
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