Corría el 13 de mayo de 1932 y en
las Cortes unicamerales de la II República se celebraba el esperadísimo debate
sobre el proyecto de Estatuto de Cataluña. En el estrado, un orador tan enorme
como una enciclopedia. Su vocación, la filosofía. Su dolor, España. Su tarea
política, construir una nación moderna. Su nombre, Ortega y Gasset.
Empezó diciendo: “No puedo
ofrecer otra cosa a la vida pública de mi país que unas cuantas reflexiones.
Nadie puede pedirme que dé más de lo que tengo; pero tampoco nadie puede
estorbarme que contribuya con lo que poseo.”
Y prosiguió: “Sostengo que el
problema catalán no se puede resolver, sólo se puede conllevar. Al decir esto
conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que
conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que
conllevarse con los demás españoles.”
Después de aquel debate intenso,
la historia, tan renuente a las utopías, trajo consigo sus vientos furiosos: el
alzamiento militar, la cruenta Guerra Civil, el derrocamiento de la República,
la Dictadura inacabable, las represalias, el retraso moral, científico y
cultural de España, su aislamiento internacional, y el exilio para hombres de
la talla intelectual de Ortega y Gasset y de la hondura artística de Antonio
Machado, por citar sólo dos nombres ilustres.
¿Hemos aprendido algo tras el
esfuerzo sin precedentes que, a la agónica muerte del dictador, hizo posible
que se reinstaurara la democracia, en 1978? Sin duda hemos aprendido. Pero no
lo suficiente. Ni políticos, ni reyes, ni banqueros, ni empresarios de postín,
ni ciudadanos comunes, hemos aprendido que España todavía está lejos de hallar
su lugar en el mundo luego de que su ingente imperio, donde no se ponía el sol,
languideciera penosamente hacia finales del siglo XIX.
Que nadie malentienda mis
palabras: abomino de cualquier forma de imperialismo, empezando por el de ideología
ultraliberal que en estos tiempos de austeridad nos dirige la vida y el alma
hacia un retroceso gigantesco de libertades y derechos.
No escondo nostalgia
alguna al referirme al sacrosanto imperio español, que tan pútrido estaba por
dentro. Más bien subrayo que a los españoles, en general, nos cuesta asumir la
decadencia y tomar apuntes de las lecciones consiguientes. Se diría que
parecemos anquilosados en algún punto remoto de la historia, gustosos y
reconcentrados en la contemplación de esa hendidura corporal denominada ombligo.
En nuestros días, inaugurado ya el
siglo XXI con las ruinas del Word Trade Center y con el abismal agujero financiero
de Lehman Brothers, Cataluña reabre el debate de su independencia. ¿Cómo poner
en tela de juicio el voraz oportunismo del nacionalismo conservador catalán?
Más aún: ¿cómo no vislumbrar un descosido formidable en el ya de por sí endeble
Estado de las Autonomías que diseñó la Constitución de 1978? Y más aún: ¿cómo
no detectar en todo este baile de patos que lo de menos somos nosotros, las
personas, sea cual sea el lugar de nacimiento o la extracción social?
“Tierra libre” es un magnífico
eslogan. Pero que alguien me explique, por favor, para qué sirve la libertad de
la tierra si la gente empieza a carecer de futuro. ¿Acaso el honorable gobierno
catalán no cierra hospitales públicos?
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