Todo
sistema económico que antepone el lucro personal de una casta de privilegiados
a la satisfacción de necesidades humanas colectivas es irresponsable. Todo
sistema económico que no distribuye equitativamente la riqueza finita del
planeta es irresponsable. Todo sistema económico que destruye la progresividad
de los impuestos es irresponsable. Todo sistema económico que fomenta la
degradación del medio ambiente es irresponsable. Todo sistema económico que
fracasa a la hora de conjugar iniciativa individual con progreso basado en la
cohesión social es irresponsable. Así pues, vivimos inmersos en la
irresponsabilidad. Admitámoslo: se nos habían atragantado los derechos.
Llevamos
demasiado tiempo convenciéndonos de que el colapso económico que padecemos
esconde una crisis de mayor envergadura, una crisis cultural. El
resquebrajamiento de las instituciones democráticas no es su consecuencia, sino
la causa. Si la democracia estuviera asentada sobre pilares más firmes,
nuestras respuestas ante los embates de los mercados financieros habrían sido
otras radicalmente distintas.
¿De
dónde proviene la toxina que está corroyendo a la democracia? No me cabe la
menor duda: proviene del método de elección de las élites gobernantes. Los
partidos políticos, de uno y otro signo, embebidos por sus férreas burocracias
internas, han propiciado que acaparen cargos de responsabilidad pública personas
que en absoluto están capacitadas para gestionar los intereses comunitarios,
porque no creen en ellos.
En consecuencia, el régimen democrático se transmuta
hasta derivar en su caricatura hipertrofiada generando no ya una crisis de representatividad,
sino de cualificación: cualquiera que pase por allí puede ser concejal,
diputado o miembro de los consejos de administración de una caja de ahorros. Y
esto es sencillamente una locura, pues el sistema pierde legitimidad frente a los
requerimientos insaciables de los grupos de presión que conspiran ajenos a toda
herramienta que los controle.
Lo
lamento: en materia de reclutamiento de gobernantes soy orteguiano de pura cepa.
¿Acaso la inmensa mayoría de la población no ha nacido para ser gobernada? Sin
embargo, el problema no es este. El problema estriba en la defectuosa
construcción de los instrumentos que educan a nuestras élites gobernantes. En
realidad, tales instrumentos no existen. O peor: no existen cuando se trata de
instruir a un futuro gobernante para que se mantenga libre de todo cálculo
interesado que lo haga arrastrarse por el lodazal de la demagogia, la
propaganda o la corrupción. Nadie en su sano juicio recaba los servicios de un
fontanero si se ha roto la pelvis. Nadie precisa de un traumatólogo si lo que
pretende es aprender a leer.
A
menos que ya nos haya vencido la resignación, es hora de que ética, economía y política
conformen una tríada indisoluble. O esta crisis sana los tumores que se han
entremetido en los poros de estos tres factores básicos de convivencia, o
definitivamente nadie podrá afirmar con la conciencia limpia que no tuvo alguna
responsabilidad en el agónico desfallecimiento de la democracia representativa.
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