14/4/12

YO, EL NARCISO.


Si cada uno de nosotros fuese capaz de mirarse dentro, donde la vista nunca alcanza, y aceptar el valor de la renuncia, tal vez el mundo tendría un rostro más amable. Pero el narcisismo, cuando nos devora, cuando nos convierte en su esclavo, es mal compañero de viaje.

Al nacer irrumpimos en el mundo. Y el mundo nos irrumpe. Todo es tan paradójico, ambivalente y absurdo, y hay en el ambiente tanta promesa de felicidad, porque el mundo, cuando nacemos, está preconstituido bajo unas condiciones históricas que nos son impuestas, pero al mismo tiempo es un mundo dinámico, llevado por un constante proceso de evolución-involución-revolución cuyos protagonistas (víctimas y victimarios) somos los seres humanos, el único animal que se pregunta quién es y por qué está aquí. La racionalidad es curiosa, pero al final de su recorrido se topa con estas incógnitas mortales.

Un mundo así es algo extraño y nos convierte en extraños para nosotros mismos y los demás. No percibimos nuestro trasfondo. Apartamos la mirada crítica para no profanar el lugar donde crecen las raíces ocultas de nuestras miserias personales y colectivas. Sin duda hallamos una cierta comodidad mediante este proceder, la vida se aligera, nos conformamos con lo material, nos insensibilizamos, pues a la postre qué nos importa el otro. Cuánto más débil sea, más descollará mi poder.

Pero pagamos un precio elevado por conservar intacta nuestra ignorancia y, por tanto, nuestra brutalidad. Pues extraviamos el sentido del único arte del que todo ser humano participa y está llamado a practicar si no quiere comprobar, en el lecho de muerte, que su vida transcurrió en vano. Ese arte es el de vivir en paz con uno mismo y con los demás.

A un Narciso no se le puede hablar de estas cosas. Se marea. Se echa a llorar. Tiembla. O peor aún: si es un Narciso redomado, descargará en derredor toda su furia, todas sus frustraciones, toda su mala baba, toda su inmadurez, su entera capacidad de herir. La verdad de su narcisismo, si es desvelada, es lo que más duele al Narciso.

Y el caso es que todos, en mayor o menor grado, somos narcisistas. Hay que joderse. Todos escondemos en los bolsillos un trocito de espejo que nos hiere. La vida va agrietando el cristal, lo empaña, lo rompe. Lo desaparece. Y entonces, sólo entonces, te das cuenta de que has de decirle adiós al Narciso que te acompañaba.

Pero antes de despedirlo, debes preguntarte por las lecciones aprendidas. Pues el Narciso dejó sus enseñanzas. Y son tales sus tamaños que ni el descubrimiento de la Partícula de Dios puede ensombrecerlas. Cuídate, dice el muy ladino. El otro existe. Tú también eres “el otro” para los demás. Pero no pierdas la dignidad. No te dejes humillar. En la medida de tus posibilidades, combate contra todo poderoso que de su poder haya hecho un muladar. Y empieza por ti.              
   

1 comentario:

Bárbara Himmel dijo...

Vamos bien Kiko!! textos más maduros...
con tu permiso lo he compartido en mi muro de face!!
Suerte mañana!!! y mucha luz!!
Bali