Si cada uno de nosotros fuese
capaz de mirarse dentro, donde la vista nunca alcanza, y aceptar el valor de la
renuncia, tal vez el mundo tendría un rostro más amable. Pero el narcisismo,
cuando nos devora, cuando nos convierte en su esclavo, es mal compañero de
viaje.
Al nacer irrumpimos en el mundo.
Y el mundo nos irrumpe. Todo es tan paradójico, ambivalente y absurdo, y hay en
el ambiente tanta promesa de felicidad, porque el mundo, cuando nacemos, está
preconstituido bajo unas condiciones históricas que nos son impuestas, pero al
mismo tiempo es un mundo dinámico, llevado por un constante proceso de
evolución-involución-revolución cuyos protagonistas (víctimas y victimarios)
somos los seres humanos, el único animal que se pregunta quién es y por qué
está aquí. La racionalidad es curiosa, pero al final de su recorrido se topa
con estas incógnitas mortales.
Un mundo así es algo extraño y
nos convierte en extraños para nosotros mismos y los demás. No percibimos
nuestro trasfondo. Apartamos la mirada crítica para no profanar el lugar donde
crecen las raíces ocultas de nuestras miserias personales y colectivas. Sin
duda hallamos una cierta comodidad mediante este proceder, la vida se aligera, nos
conformamos con lo material, nos insensibilizamos, pues a la postre qué nos
importa el otro. Cuánto más débil sea, más descollará mi poder.
Pero pagamos un precio elevado
por conservar intacta nuestra ignorancia y, por tanto, nuestra brutalidad. Pues
extraviamos el sentido del único arte del que todo ser humano participa y está
llamado a practicar si no quiere comprobar, en el lecho de muerte, que su vida
transcurrió en vano. Ese arte es el de vivir en paz con uno mismo y con los
demás.
A un Narciso no se le puede
hablar de estas cosas. Se marea. Se echa a llorar. Tiembla. O peor aún: si es
un Narciso redomado, descargará en derredor toda su furia, todas sus
frustraciones, toda su mala baba, toda su inmadurez, su entera capacidad de
herir. La verdad de su narcisismo, si es desvelada, es lo que más duele al
Narciso.
Y el caso es que todos, en mayor
o menor grado, somos narcisistas. Hay que joderse. Todos escondemos en los
bolsillos un trocito de espejo que nos hiere. La vida va agrietando el cristal,
lo empaña, lo rompe. Lo desaparece. Y entonces, sólo entonces, te das cuenta de
que has de decirle adiós al Narciso que te acompañaba.
Pero antes de despedirlo, debes preguntarte
por las lecciones aprendidas. Pues el Narciso dejó sus enseñanzas. Y son tales
sus tamaños que ni el descubrimiento de la Partícula de Dios puede ensombrecerlas.
Cuídate, dice el muy ladino. El otro existe. Tú también eres “el otro” para los
demás. Pero no pierdas la dignidad. No te dejes humillar. En la medida de tus
posibilidades, combate contra todo poderoso que de su poder haya hecho un
muladar. Y empieza por ti.
1 comentario:
Vamos bien Kiko!! textos más maduros...
con tu permiso lo he compartido en mi muro de face!!
Suerte mañana!!! y mucha luz!!
Bali
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