¿Qué le ocurre a Europa? El
proyecto de construcción europea, que surgió tras la II GM, es hoy fuente de infortunio
y desapego para la inmensa mayoría de los ciudadanos que hemos nacido y vivimos
en este viejo continente.
Es cierto que no podemos caer en
un provincionalismo pacato a la hora de poner de relieve el colapso hacia el
que, como si se tratara de un designio inexorable, camina Europa. Pero también
lo es que el euro-escepticismo se ha instalado en nuestras vidas cotidianas,
atropellando el sueño de una Europa próspera pero democrática, culta pero
humilde, unida pero no fusionada en el integrismo de los mercados.
Este proyecto no era fácil. Las
naciones europeas habían sido tradicionalmente beligerantes entre sí. Alemania
odiaba a Francia. Francia recelaba de Inglaterra. España estaba aislada. Las
guerras cruentas que asolaron su territorio hasta partirlo en dos mitades, y
que acabaron extendiéndose por el mundo entero, generaron la necesidad de
alejar las desconfianzas fronterizas y económicas que explicaban las
conflagraciones bélicas, y sustituir el recelo nacionalista por la comunidad de
intereses.
Tales intereses, por razón misma de la naturaleza humana, debían
empezar por la gestión mancomunada de las principales fuentes de riqueza y
energía. La Comunidad Europea fue, en su esencia germinal, explotación de mutuo
acuerdo del carbón y el acero. El pacto político vendría décadas más tarde y
aún se halla en estado casi embrionario.
Todos estos episodios son
historia, no tan lejana, pero historia al fin y al cabo. Si en el momento actual
nos preguntamos seriamente qué nos ocurre a los europeos, habrá que convenir
que tres factores, íntimamente relacionados entre sí, convergen para dar pábulo
al creciente euro-escepticismo.
Primero, los graves defectos estructurales en que han incurrido los constructores de Europa. La unión económica –cuyo referente es la moneda compartida- es un descomunal despropósito si carece de unión política. Y en esta época de prolongada recesión no se aprecian avances hacia otro horizonte, sino todo lo contrario: las naciones más poderosas han exacerbado su nacionalismo económico. El estrangulamiento de los países periféricos encuentra aquí su panacea.
Primero, los graves defectos estructurales en que han incurrido los constructores de Europa. La unión económica –cuyo referente es la moneda compartida- es un descomunal despropósito si carece de unión política. Y en esta época de prolongada recesión no se aprecian avances hacia otro horizonte, sino todo lo contrario: las naciones más poderosas han exacerbado su nacionalismo económico. El estrangulamiento de los países periféricos encuentra aquí su panacea.
Segundo, la Europa continental ha
caído presa del capitalismo extremo. La cultura europea fue la precursora del
Estado del Bienestar. En la posguerra de la II GM se captó con meridiana
claridad que sin calma ciudadana era imposible que las naciones conservaran la
paz. A Hitler lo ascendieron al poder las clases medias y bajas, las más
castigadas por las consecuencias tentaculares del crack de 1929, con epicentro
en Wall Street. El Estado del Bienestar, implantado en Europa a partir de 1950,
servía de dique contra la frustración generada por la pobreza. Ahora estamos
desmantelándolo.
Tercero, no hay auténtico
liderazgo de Europa, ni hacia dentro ni hacia fuera. La debilidad europea cristaliza
porque nuestros representantes son sospechosos de servir a los intereses de las
grandes corporaciones industriales y financieras. La cultura democrática
europea está resquebrajándose.
Con ello se cierra un círculo
funesto. Esta Europa ya no tiene altura política. No sabe dónde va. Es la
Europa del paraíso fiscal de Irlanda, del ladrillazo español, de los suicidios
en Grecia. Es la Europa del frío.
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